martes, 21 de diciembre de 2010

La noche más obscura

Pachucosoy


El veinte de diciembre los movimientos de los astros provocarían la noche más obscura en cientos de años, se alinearían la luna, la tierra y el sol. Eran las once veintinueve de la noche, justo un minuto antes de la hora que habíamos quedado de encontrarnos.
Caminé hacia el norte y ahí estaba ella, en la fuente del Calvario, sentada junto a la bestia que mira de frente a la virgen de Guadalupe.
–No deberías estar aquí –le dije, serio.
–No te molestes –me contestó, al mismo tiempo que se levantaba a darme un beso. Yo sólo apreté los labios. La fuente tenía flores al centro, eran blancas, eran hermosas.
–¿Quieres comer? –le pregunté; asintió como única respuesta.
Nos sentamos a cenar en la taquería que está a un costado de la iglesia; nunca me gustó pero es barata y estaba ridículamente cerca. Esa vez, contrario a nuestros gustos, no nos dirigimos la palabra mientras comíamos.
Pagué sin pedir la cuenta, no dejé propina. Justo cuando atravesábamos el crucero para bajar por Matamoros, una rata atravesó corriendo frente a nosotros. Mi acompañante me abrazó; yo la apreté a mí: también le tengo un miedo irracional a esos asquerosos animales.
Nos sentamos frente a El Danubio; ahí me preguntó si estaba molesto con ella. No le contesté. Me preguntó si la quería y la apreté contra mi cuerpo; la verdad es que no tenía respuesta para ella, no tenía una respuesta para mí.
–La luna está roja –le comenté.
–Se ve bellísima –respondió.
Ya era el solsticio de invierno; los periódicos habían anunciado que sería el invierno más frío del que Cuernavaca tuviera memoria. No me parecía raro: el mundo se está yendo al carajo.
Seguimos largo rato ahí sentados, sin decirnos nada; tenía su cabeza recargada en mí, y yo le besaba la frente de tanto en tanto. No queríamos levantarnos, parecía que recordábamos de pronto cuánto nos queríamos, pero al final el frío pudo más que nuestra nostalgia.
Al llegar al portal de la vecindad me empezó a besar, yo le correspondía; caminamos hasta la puerta de nuestro cuarto sin dejar de acariciarnos. Metí mi mano derecha debajo de su falda; ella susurraba que me quería, que la perdonara. Mi mano izquierda apretaba su cuerpo a mí. Saqué mi mano de sus piernas, dejé su espalda. Mis manos se dirigieron a su cuello; apretaron fuerte. Ambos llorábamos, me gritaba con sus ojos que la perdonara y yo seguía apretando. No le dije que la amaba, que la quería, pero que no podía perdonarla… Sin embargo, ella lo sabía.
Eran las cuatro con un minuto de la madrugada del veintiuno de diciembre. No volteé al cielo, el frío arreciaba y yo metí mis manos en las bolsas de mi vieja chamarra. Caminé hasta la plazuela del zacate secándome los ojos; no encontré un sólo bar abierto. Ya no tenía duda: era el invierno más frio, la noche más obscura.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Mujer que habla muy poco


53
En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.
Nietzsche
-Cuando mi luz llegue hasta tus manos intentarás acariciarme. Pero yo, definitivamente, habré desaparecido -dijo la mujer. Colocó la taza de café sobre la mesa y se fue caminando por la avenida V. Guerrero. Dio vuelta en la calle que va hacia la iglesia de Tepetates y se perdió entre la multitud.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Pinche otoño

Elpidio Lasotras

Los días parecen estar desordenados. Me explico: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo. Es correcto. Hoy, siendo jueves, parece lunes o seis de abril. Ayer, miércoles, resultaba un dos de enero. Otra cosa: la luz, carajo. Sí, no es la luz normal: los días tienen el color de los días festivos: solitarios; de autos a paso de animal herido o en fuga a fin de no ser cazado; de un cielo más bajo, con su montón de nubes yéndose todo el tiempo.
Jueves diecisiete de noviembre de 2010. ¿Y si fuera domingo ocho de marzo de 1822? ¿Lo notaríamos? Imposible regresar tantos años. Hoy contamos con servicio de Internet, con computadoras, con teléfonos móviles, con libros electrónicos, con televisión de paga, con pornografía desde infantil hasta gerontofílica… ¡Imposible retroceder tantos años!
Pero no parecen días habituales, llevan un amarillo un tanto pálido; acaso el otoño respira su media vida. Quizá los días rechazan al invierno y esta palidez es la forma de manifestar su inconformidad. No tengo la menor idea. Lo que sí sé es que ahora mismo cargo un poco de sueño. Podría estar ante una mesa, en un café o en un bar.

Opción A:

Preferiría un café de veinticuatro horas, de esos que hay en el Distrito Federal y así tomes cuatro jarras te cobran apenas el precio de una taza. Una ganga. Pero luego, como el día anterior habías bebido en exceso, constantemente te levantas del sillón para ir a vomitar. Vómito tras vómito; jarra de café tras jarra de café. Infaltables los cigarros Delicados con filtro. Sí. Y entonces, en una revista, lees: “Aquel hombre fumaba tanto, que un día, sin darse cuenta, agitó el cigarro y su mano se esparció dentro del cenicero”. ¡No chingues! De inmediato miras tus manos, las agitas y, al comprobar que siguen en su sitio, te levantas rumbo al baño a reiterar tu malestar. Pero el café es adicción tremenda. Además, adónde ir a las tres y media de la mañana, con un frío espantoso en la capital de México. Mé-xi-co. ¡Qué diablos hago aquí! Derecha, izquierda, centro… ¡El gobierno te jode por delante, por detrás y por los costados!
Sales del café, temblando, un poco por el frío y otro tanto porque el alcohol que aún corre por tus venas y la cafeína se combinaron, lo que provocó una ruda explosión y eres el hombre más paranoico de la ciudad. Vuelves la vista; miras al frente. Vuelves la vista; miras al frente. Caminas por la Calzada de Tlalpan a las cinco de la mañana, con el riesgo de que te asalten, cabrón, o que uno más enfermo que tú tenga la manía de abrir gargantas con su navaja poderosísima… Pero vas por Tlalpan. Lleno de hoteles. “Adentro se están amando todos”, piensas y buscas mujer a la mano. “No molestar.” “¡Imbécil”, te dices y ríes. “Están cogiendo nada más.” Un taxi se detiene frente a ti: dice el chofer que te subas porque es muy peligrosa esa zona. “Seguramente. Tú lo que quieres es hacerme güey porque me sabes borracho y me llevarás aquí y allá para cobrarme las perlas de la virgen. ¡Jódete!” Huyes aprisa.
Adelante te topas a una muchacha que se muere de frío pero es necesario mostrar el cuerpo para obtener monedas. Mé-xi-co. “Doscientos”, sonríe la mujer. Es bonita, sin duda, pero te sigues derecho. Continúas y te espanta que el día esté aclarándose. Antes de salir el sol debes dormir, cual vampiro. Adelante hay un hotel decente. ¿Decente? “Jo, jo, jo… si he dormido en la calle, Señora Decencia. No me venga a joder. Varias noches dormí en la calle, a un grado centígrado, al pie de la Catedral de Morelia, Señora Decencia. Si es que a eso se le llama dormir. ¡Lárgate!” Pero llevas plata. Urge una tienda, una maldita tienda para comprar cerveza o whisky. ¡Pero ya!
Te apersonas con el recepcionista (nunca he visto a una mujer en una recepción a temprana hora en ningún hotel de la capital mexicana) y le pides una habitación, la más cercana al cielo o la más próxima al infierno. “Tenemos elevador, señor”, te dice antes de subir el primer escalón. Agradeces. Piensas en el elevador que debería estar ahí una muchacha en flor y que ese elevador tendría, por lógica, que descomponerse con ambos en su interior. Pero luego de un trago a la botella de whisky, te ríes de ti mismo y en cambio asesinas a la muchachilla y mejor, te dices, mejor, que venga una mujer madura vestida de negro. Que me sonría y me señale y me bese y, si no es mucho pedir, me haga el amor. Sí. Eso.

Posibles consecuencias:

“¡Se suicidó en un elevador!” Mentira # 1
“Se descompuso el ascensor y murió asfixiado”
Mentira # 2
“Murió de una congestión alcohólica en el elevador de un hotel”
Mentira # 3

“¡Todos los periódicos mienten!”, arremete tu espíritu al día siguiente al ver los titulares de la sección policiaca que dan cuenta de tu muerte. Sólo un encabezado te deja medianamente tranquilo:

“Velo de misterio envuelve muerte de un hombre en hotel de Tlalpan”

Dices: “Son tan complicados los vivos. ¿Es tan difícil entender que La Mujer de Negro me besó y me hizo el amor? Nada más. Ni para eso se ponen de acuerdo…”.
Decepcionado, tu último aliento decide no asistir a tu funeral y se escurre por cualquier alcantarilla.
Pero todo es falso porque estás atravesado en una cama de ese hotel, empapado en whisky, los labios reventados. En la televisión una película pornográfica está por terminar, sin público en esa habitación. No hay nada ni nadie en qué pensar. ¿Llorar? Imposible. Hace tiempo se te secaron los ojos. ¿Reír? Tal vez. Pero, ¿de qué, de quién? “¡De ti, estúpido!” Sí. Reír de uno mismo, carcajearse hasta provocar que personal del hotel fuerce la puerta para entrar a tranquilizarte. “Todo está bien, señor.” “Jo, jo, jo.” “¿Le podemos ayudar en algo?” “Jo, jo, jo.” Pero lo piensas mejor: “Sí. Apaguen la luz antes de salir, por favor”.
Silencio.

Opción B:

Ron, doble. Una luz rosa adormece el amor de una pareja que se encuentra ante una mesa ubicada a tres metros cuarenta y seis centímetros doce milímetros de ti. Aunque no alcanzas a ver con claridad (eres miope y encima el alcohol se ha encargado de su parte), adivinas su romance. Sus palabras: “Sí, mi amor”… “Claro que te amo”… “Esta noche no podré, Ernesto. Ya sabes: visita de Andrés”… “¿Bailamos?”
“Mexicanos al grito de guerra,/ el acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en su centro la tierra,/ al sonoro rugir del cañón.”
“Ernesto, mi amor, ¿nos vamos ya?” Ella se llama Claudia. Dicen que se van a casar pero lo que la mujer no sabe es que él hace un par de días conoció a Susana, con quien saldrá mañana y harán el amor como locos en el cuarto de un hotel de Tlalpan donde hace tiempo un hombre se carcajeó solo y dicen que aún se escucha esa risa, sobre todo en noches de otoño. De preferencia en día jueves.
Brandy. Una luz azul metálico da de frente en el rostro de una prostituta que busca llevar alimento a sus dos pequeñas hijas quienes duermen, aparentemente, en casa. Está recluida en ese bar porque fue corrida de las avenidas cercanas por el grupo de meretrices y padrotes que domina esa zona. Busca a un iluso, a un abandonado, al más solitario de la noche. Fuma. Ante sí, el hielo de un whisky se derrite inexorablemente, como la esperanza. Pero te observa con detenimiento porque eres la presa. Sin embargo, la adivinas. Te pones de pie, te acercas y dejas un billete doblado debajo de su vaso. “Yo invito esta noche. Ve a tu casa, mujer.”
¿De dónde la piedad, la compasión? ¡Estás pedísimo, pendejo!
Cerveza. Una luz morada ilumina los cuerpos de los danzantes. El trago amargo en tu boca es una pausa entre el miedo y la angustia. Te cuesta trabajo respirar y, sin embargo, estás vivo. Enciendes un Delicado con el que está a punto de extinguirse. Quemas la orilla de una servilleta y te imaginas un rostro en ese blanco. Sonríes. Te acuerdas de Michoacán: De-ca-den-te. Te acuerdas del Estado de México: Una noche y nada más, a oscuras, junto a un cuerpo del que has olvidado los detalles de su rostro. Recuerdas Puebla: Ebrio, en una jardinera de la Plaza de Armas (“Despierta, muchacho. Despierta.”). Recuerdas Acapulco: Todas las parejas del mundo hacen el amor frente al mar. Tú, oxidado, nadas borracho a las tres de la mañana. Ebrio completamente. Pero los delfines te aman y estás vivo. El Sol te despierta y estás lleno de arena, borracho aún. Escuchas los últimos murmullos de los amantes. A lo lejos, un yate alberga dos corazones. En todo caso, volteas hacia otra parte. “Un whisky, por favor. Dos whiskys, por favor. Tres putos whiskys… cuatro…”, ad infinítum.
Todos los recuerdos se agolpan en tu mente. Pero la vida, dices, no es ese bar. Aunque los guardias de seguridad te saquen, vomitado hasta el alma, a empujones, o te golpeen porque lanzaste un envase de cerveza contra un vidrio de la barra y le tiraste un whisky en el rostro a cualquier cliente, llevas una sonrisa que delata tu amor por la vida.
Hace frío.

Sin embargo, no estoy ni en un café ni en un bar. Estoy sentado frente a una pantalla de luz, dando órdenes a mis dedos que golpean un teclado. La vida en negro con fondo blanco. A mi espalda, un aire frío me recorre la columna. Afuera está la tarde. Yo. Qué puta soledad hay en esta Cuernavaca, Dios mío…

martes, 28 de septiembre de 2010

Luz de papel oscuro


53

Un sueño es una corta locura y la locura un largo sueño
Schopenhauer

El peligroso deseo de extraviarse en la deliciosa forma de los tobillos de Alicia, propiciaba que Jesús caminara por las noches sobre los sitios más solitarios y oscuros de la ciudad (los alrededores del parque Melchor Ocampo, cerca de la estación del ferrocarril, tomaban una esencia predilecta en su bagaje nocturno). Constantemente inventaba fórmulas y escenarios de color violeta, en los que ambos protagonizaban historias sensuales y plagadas de erotismo; un anhelar incestuoso petrificaba su sangre, del mismo modo que la hervía.
La noche en que lo asesinaron, hacía su recorrido habitual. Y poco antes de morir, Jesús vio salir de entre la corteza de un árbol, una sombra que poco a poco fue convirtiéndose en un astro de luz: Alicia. De su boca nacía un vaho diáfano que cubría los labios de aquel hombre. Él quiso decirle muchas cosas, pero no se atrevió. Se limitó a sujetar con fuerza el bolsillo izquierdo de su chaqueta, donde guardaba un pequeño pensamiento escrito en un trozo de papel desgastado: “Febrero del 86./ Esta vigilia de ti me adormece/ la carne de vida mi alma espera/ y mi boca, de tanto pronunciar tu nombre/ se agita/ se agrieta/ se seca.” Quiso apretar aún más fuerte, pero ya no hubo tiempo.

viernes, 27 de agosto de 2010

La visión de Daniel


53

“En aquellos días yo, Daniel, estuve afligido por espacio de tres semanas.”
Daniel, 10. 2


El hocico húmedo del cerdo se deslizaba despacio sobre mi rostro. En un principio llegué a sentir asco, pero, a fuerza de repeticiones incontables, me di cuenta de la natural compasión con que el animal mojaba de luz mis pensamientos.
“Te ves más limpio, la luz y el calor del mediodía se reflejan mejor sobre tu piel seca, el lodo de tu cuerpo se hace terrón y cae por pedacitos”, decía yo a aquel cerdo con quien compartía el aposento. Yo no entiendo el mundo, ni a las personas mayores –el cerdo, mirándome, parpadeaba y en sus ojos brillaba un niño arrodillado, cansado de pies y manos–. Cuando don Tobías cayó del campanario de la iglesia –aunque dice mi abuelita que fue su hermano quien lo aventó–, la gente se entristeció mucho; hubo misa, cantos, rosarios, flores blancas, llanto, veladoras, arroz con leche, pan de dulce… y cuando mi Tohuihui se murió, mi madre sólo dijo: “No llores… El martes Juan te traerá otro perrito”. ¿Por qué no trajeron otro don Tobías? Tampoco entiendo por qué mi papá me metió aquí, al chiquero; ni la buena tunda que me puso. Según él, lo que hice estuvo mal, aunque nunca de los nuncas me dijo qué fue lo que hice.

En aquella tarde yo andaba jugando por los terrenos de don Lencho; brinqué el tecorral y me fui metiendo entre las milpas para jugar al sembrador; nada más quería pedirle a la tierra que nos regalara buena cosecha en esa temporada. Como le hacía mi tío Crecencio (el Cabeza de cebolla, así lo apodaban porque siempre tuvo sus mechas blancas y escasas, como una nube despeinada por el viento), él siempre hablaba con la tierra antes de la llegada de las aguas. Y en eso andaba cuando vi al Toño y a la Tacha; como que se estaban peleando. Yo pensé que sí, porque ella se quejaba muy fuerte. Luego cuando la tiró en el suelo y se montó encima de ella, se quejó más fuerte y apretó la yerba con sus manos como queriendo arrancarla. Y pues como yo vi que por más fuerza que hacía no se levantaba, que me voy rápido a avisarle a mi primo Luciano porque además de ser novio de la Tacha, trabajaba cerca del sembradío de don Lencho en un matadero de puercos.
Ese que luce el ano, ahí te buscan en la entrada”, dijo uno de sus amigos. Yo todavía iba agitado por la carrera que había pegado; sólo me acuerdo que le dije: “¡Primo, primo, primo!, allá, por la milpa... el Toño se está peleando con la Tacha… Anda encimado en ella mordiéndole el pescuezo y pegándole con un palo. Ya no la deja levantar y ella nomás dice, mientras puja: ‘¡Mmmme duele! ¡Mmme duele… Toño!’”.
Si ya me había dicho mi madre que me iba a salir piruja como sus… y no acabando de decir lo que quería decir, tomó uno de sus cuchillos con los que mataba puercos y salió corriendo. Bien que me acuerdo, estaba más chiquillo, pero no más menso.
De ahí me fui mejor para la casa de mi amigo el Quelite, un amiguito del catecismo. Su papá recién había llegado del otro lado, y todos los niños queríamos ver los juguetes que le habían traído; en especial, un carrito de control remoto que pasó del asombro y la curiosidad, a la envidia de todos nosotros.
Ya por la noche, fue don Lencho a mi casa y le dijo a mi papá que anduve pisando las matas de frijol y calabaza sembradas a orillas del maizal. Yo oí cómo le decía a mi padre que debía pagar los daños causados por su cría. “Debería mantenerlo encerrado.” Yo me estaba haciendo el dormido, pero bien claro que oí cuando dijo eso.
Tempranito, en la mañana, encontraron tirado al Toño a orillas de la barranca que está en Ocotepec… Ya ves, por eso dicen que ahí “matan y no entierran”… La cosa es que la mujer que lo encontró dijo que tenía cuatro cuchillazos en la espalda, de donde salía una sangre oscura, grasosa como manteca de puerco y maloliente; peor que las aguas negras del barranco. Cuando yo me desperté, la noticia ya había corrido por el pueblo; y justo cuando me preparaba para ir a acarrear agua con la carretilla hasta la pileta del pueblo, va llegando mi padre… y sin decir ni “agua va”, que me agarra de las greñas y me saca al patio. Ahí me dio con una vara de ocote en todito mi cuerpo (siempre que me acuerdo, la vuelvo a sentir rebotando en mi piel, como un árbol derribado que azota en la tierra del monte sin que nadie escuche su ruido). Luego, me amarró las manos con un mecate que utilizaba para atar las patas de los cerdos cuando los castraba y me metió al chiquero. “A ver si así aprendes, condenado escuincle”, dijo mientras cerraba la reja con un alambre viejo.
Pasé más de quince días ahí metido, y no te me miento cuando te digo que nunca de los nuncas me dijo bien qué fue lo que hice. No supe si fue por lo de las calabazas de don Lencho, por andar de metiche con lo del Toño y la Tacha o porque encontraron, escondido debajo de mi cama, el carrito de control remoto de mi amigo el Quelite.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Dos opciones para caballeros que tienen sed

Estas fotografías fueron tomadas por el compañero Pachucosoy. Las imágenes corresponden al centro de la ciudad, exactamente sobre la avenida Matamoros. Como puede observarse en el diseño de las puertas, evidentemente se trata de una cantina, conocida como La Estrella. Una cantina muy particular, a decir verdad, pues sólo cuenta con apenas tres mesitas; es un espacio pequeño pero, eso sí, no falta su rocola ni el barman con cara de muchos años. Un sitio harto tranquilo.





A unos pasos de La Estrella nos encontramos con El Danubio, ubicada esta cantina (o botanera, como quiera Usted llamarla) en la esquina de Matamoros y Leandro Valle, en la planta baja. Ésta, a diferencia de la anterior, cuenta con un espacio más amplio y en ella laboran mujeres de faldas cortas o pantalones pegados. Pasan los años y el lugar permanece abierto y es uno de los más concurridos en el centro de Cuernavaca. Cuando uno transita por afuera no es extraño escuchar la música a alto volumen, los gritos y risas de las muchachas, las botellas chocando entre sí, las palabras de borrachos que discuten si es mejor Chivas o Cruz Azul... El Danubio también es un sitio tranquilo, ciertamente.

lunes, 28 de junio de 2010

Tristes recuerdos


Pachucosoy

La noche que comencé a creer que moriría no fue el día en que me amenazó delante de todos. Estaba completamente borracha y su acompañante se la llevó avergonzado; me tiró patadas que pude evitar fácilmente. Era mujer. Era una cliente y pues son los riesgos que corre todo mesero; me insultó casi media hora. El que más sufrió era el tipo que la llevaba (ahora sé que era su amante). La mujer era pequeña y de cuerpo cuadrado. Si me preguntaran a primera vista diría que era una machorra, pero eso ahora no me importa. Recuerdo que cuando me gritó: “Te vas a morir, vato… Centro Loco”, lo único que me causó fue risa. La tuve que contener para no hacerla molestar más pero la verdad me pareció ridícula, sobre todo saliendo de una mujer de cuarenta y tantos que además estaba molesta porque según ella le estábamos cobrando una chela de más.
Pasaron un par de semanas para volverla a ver, llegó al bar, se sentó y al reconocerla le pidieron a otro mesero –para no meterme en problemas– que le dijera que se retirara. No dijo nada, se paró, se acercó a mí y me recordó: “Te dije que te voy a matar”. Me tocó con un dedo en las costillas y se fue.
La siguiente semana se paró frente a la Plazuela Bar, que es el lugar en el que trabajo, durante quince minutos hasta que me acerqué y le pregunté: “Bueno, ¿qué chingados tienes?” Me sonrió y se siguió de largo. Esta vez sí me dejó inquieto.
Habían pasado algunos meses y creí que ya no volvería a verla, hasta que un martes de esos buenos en los que las propinas se multiplican la encontré en la entrada de la vecindad donde vivo. Yo estaba en la esquina. Al verme, sólo gritó: “Centro Loco, puto…” y se fue en un carro. En verdad estaba encabronado, en ese rato realmente la hubiera querido golpear; no había nadie que me reclamara por golpear una mujer. Ella lo sabía; por eso se fue corriendo.
El temor fue creciendo. Lo curioso es que no sé cuándo se convirtió en temor: si fue cuando pintó frente a mi puerta “Te voy a matar”, justo en la casa de mi vecina que se pasó toda la semana preocupada y quejándose de la inseguridad, o el día que llamó a mi casa y comenzó a recitarme todas mis actividades de ese día… no lo sé. Pero no me podía simplemente cruzar de brazos, así que comencé a investigarla.
Me enteré de que vivía en la Estación, pero no supe bien dónde. El día que la quise seguir se pararon frente a mí como veinte tipos y me dijeron que no regresara por ahí. Uno de ellos era el sujeto que iba con ella la primera vez. Se me acercó y me amenazó: “No estamos en la plazuelita, pendejo. Mejor caile y no apresures las cosas. Todo será como tenga que ser”. Ahí reconocí el miedo pero ya estaba antes; sin embargo, ésa fue la noche que supe, que me di cuenta, de que sí moriría.
Me da pena contarlo así. De hecho, nunca se lo dije a los otros meseros, aunque creo que todos lo notaron, todos me decían de vez en cuando: “Cálmate, carnal. No pasa nada, estate tranquilo”. Pero ella cada día me presionaba más.
Volvió al bar. No iba sola; eran cerca de diez tipos los que la acompañaban. Cada uno pidió una promo y no pasó nada. Pagaron y se fueron. Dejó de amenazarme durante más de un mes, hasta que una noche me paró frente a mi casa un tipo con un golpe en la cabeza. Al voltear la vi acompañada de dos hombres. Apenas giré la cabeza, me volvieron a pegar hasta verme en el suelo. Ahí, tirado, ella tomó mi cabeza y me golpeó diciéndome: “No creas que ya acabé, acuérdate de que te voy a matar”. Los golpes, a pesar de dolorosos, no fueron graves; sin embargo, pasaba todo el tiempo asustado.
Pero lo peor fue ayer, en la glorieta de Juárez. Iba caminando cuando me tomó del brazo y me dijo: “Si volteas la cabeza te suelto un balazo aquí, imbécil”. Me oriné del miedo. Me dio un golpe en las costillas, me acostó de espaldas y comenzó a golpear sin detenerse durante un tiempo hasta cansarse. Es por eso que estoy así; al final sólo me dijo: “Y en cuanto no tengas marcas de esto, te mato, pendejo. Que no se te olvide: te mato”.
¡Ayúdeme, por favor, ayúdeme!

lunes, 21 de junio de 2010

Tragos de lirio

Elpidio Lasotras


Palabra que yo clarito vi que eran tres marranos. Ahí estaban, gruñendo y con ganas de atacarme. Por eso tuve que hacerles lo que ya se sabe…

Te vieron entrar al Sótano de Garibaldi a las ocho de la noche. Llevabas tu acordeón al frente y un ramo de flores que era para tu mujer; ya se te veía el miedo en la mirada. Te sentaste ante una mesa, junto a la rocola, y comenzaste a observar a quienes estaban alrededor. Ordenaste una cerveza mientras sonaba una canción de José Alfredo. “Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza…” De un trago bebiste la mitad de la botella; tenías sed y sentías cansancio por el mucho caminar entre las calles del Centro de Cuernavaca, de cantina en cantina, recolectando monedas a cambio de hacer sonar tu potente voz y las notas del viejo acordeón. No había sido tu mejor tarde.
Tu esposa y tus hijos te esperaban para cenar. Rosario, tu mujer, había preparado el caldo tlalpeño que tanto te gusta. Antes de salir te lo dijo:
–A ver si te apuras, viejo. Voy a hacerte tu caldito pa’ que cuando regreses te eches un plato…
Le dijiste que sí, que estaba bien. Pensaste que a las nueve estarías de vuelta y le llevarías el dinero a tu Chayito; también compraste las flores porque creíste que le agradarían. No tenías ni la menor idea de lo que se gestaba en tu mente, ni siquiera estaba en tus planes emborracharte como lo hiciste.
A las nueve y media llevabas ocho cervezas y el dinero ya no te alcanzaba para más. Por eso pediste permiso para cantar. Pronto hubo peticiones pero antes cantaste la que te gusta: “Te escribí una carta y no me contestaste./ Fui a buscarte: ya cambiaste dirección…”
“Tres por cincuenta”, le mencionaste al hombre gordo de la mesa de junto, quien se hacía acompañar por una dama. Te pagó e invitó un par de cervezas. En ese momento se te acercó Roxana, la fichera cuarentona de grandes senos. Te agradaron sus ojos al tenerla de cerca.
–Qué bonito cantas, hombre…
–Gracias –dijiste apenas sin dejar de mirarla a los ojos.
–¿Me puedo sentar?
–Sí. Pero te advierto que no traigo para pagar tus tragos, el día ha estado muy jodido y no ajusto para comprar otros vicios que no sean los míos.
–Hombre, no vengo a “sangrarte”; me dieron ganas de platicar contigo. Por tu voz, ¿sabes? Te cargas buena voz.
Un cliente se puso de pie y caminó hacia la sinfonola. Mientras elegía las canciones no dejaba de ladearse y observabas cada uno de sus movimientos. Parecía que en cualquier momento se iría de espalda. De repente sentiste en los tuyos los labios de Roxana, suaves y fríos por la cerveza. Ahí estaba su mirada a escasos centímetros de la tuya. Te separaste. Probaste el sabor de su bilé y miraste hacia el piso.
–Pídete una, pues –diste tu mano a torcer.
El Señor de las Sombras sonaba pleno: “Siéntate a mi lado, mi reciente amiga./ Tómate una copa, mientras escuchamos aquella canción…”
–Es el más grande –hablaste, quedito, como si sostuvieras una conversación contigo mismo–. Nunca va a haber otro como él… el más grande, Javier Solís –la espuma de la cerveza comenzó a hacerte olvidar el coraje por el dinero no obtenido.
Te perdiste un rato en los ojos de Roxana, en su agua quieta, al tiempo que ella correspondía a tu encantamiento sin parpadear. Sus labios mostraron la sonrisa que te dejó temblando de pura rabia por no tener billetes para llevarla a otro lado saliendo de su turno. “…Tú no me conoces, ni yo te conozco,/ pero este momento quiero ser tu amigo por una ocasión…”
¿Te acuerdas?

No sé por qué razón no la invité a seguir la fiesta en otro lugar. Habría sido mejor dormir con ella y volver a casa en la mañanita. Pero uno es pendejo siempre y así se anda todos los años…

La cerveza número quince te supo a poco. Por eso alzaste la botella para que te llevaran otra. Un hombre llegó a tu lado y te pidió que cantaras la que le llega, la misma que le recuerda a su chatita muerta. Te puso un billete en frente para que la repitieras tres veces. “Trigueñita hermosa, linda vas creciendo,/ como los capomos que se encuentran en la flor…”
Todos lo vieron llorar y empinarse una botella de tequila. Todos lo escucharon maldecir a la muerte. Tu voz entonces ya se tambaleaba, se te escurrían las palabras de cuando en cuando y alguna saltaba de tu boca al piso y ahí se quedaba quieta, muerta. Roxana comenzó a sentir el mareo.
–Yo nomás te invité una –le recordaste, con dificultad–. ¿Por qué seguiste pidiendo? ¿Tú las vas a pagar?
No te dijo nada. Te mostró sus pechos y viste cuatro. Cerraste los ojos y te sacudiste con ganas de ver sólo dos bultos de carne ahí, asomándose. Afirmaste con un movimiento de cabeza. Terminaste otra cerveza y te quedaste dormido.

Tú dirás que no es cierto, Román, pero verdad de Dios que te hablo con la puritita verdad, mi amigo. Después me despertó el mesero para pedirme que pagara la cuenta. Nomás mis cervezas porque la vieja esa pagó las suyas, según me dijo. Me alcanzó y todavía compré una botellita de mezcal barato. Roxana ya no estaba. Serían las doce, yo creo. Ya nomás quedábamos tres y nos estaban corriendo. Le di un sorbo al chínguere y me quemó las tripas. Ya de ahí no me acuerdo de mucho.

Llegaste casi a rastras a tu casa. Rosario estaba despierta todavía, con el Jesús en la boca. Otra vez ibas a llegar borracho. Apenas entraste, ella te quitó el acordeón y te tumbaste sobre una silla y de tu mano cayeron un billete de cincuenta y los lirios, rotos ya; luego te volviste a dormir. Ya no podías ni con tu alma por la briaguera que te cargabas.
El frío poco a poco fue en aumento. Temblabas. Tu mujer se dio cuenta cuando salió del cuarto y te echó encima una cobija para calentarte. Despertaste en seguida y todo estaba oscuro, según tu percepción. Pero no era cierto; el sueño y la borrachera se mezclaron y te hicieron ver otras cosas. En realidad había mucha luz. Fue cuando te levantaste, asustado, ¿te acuerdas? Chayito te quiso abrazar y la aventaste al piso, la pateaste, la azotaste. Quién sabe qué tantas cosas gritaste y el escándalo hizo que tus hijos se despertaran. Corrieron a tu lado pero también los abriste. Rosario lloraba, igual que los niños. Escuchaste sus gruñidos y sentiste miedo, frío, odio… De tu bolsa sacaste una navaja. Los gruñidos de los cerdos no cesaban en tu mente y viste seis pares de colmillos rodear tu cuerpo. Pensaste que te iban a hacer pedazos. Empuñaste la navaja y comenzaste a tirar golpes a diestra y siniestra. La carne blanda, la sangre escurriendo de las entrañas de tu esposa y de tus hijos.

Por Dios que les vi forma de puercos, Román… Por ésta que sí…

Tus vecinos te vieron salir, tambaleante, después de que escucharon los gritos de tu familia. Llevabas la ropa manchada de sangre. Estabas perdido, caminaste sólo por caminar entre el lodo de la calle porque no sabías nada en ese momento. La noche te envolvió con sus garras y te marcó la frente. Todavía seguías borracho, mareado, con el miedo bien embarrado en tu cara deforme, salpicada del rojo muerte. Dejaste la puerta abierta y la señora Rutila, junto con su nieta Nancy, sintió grande curiosidad por ir a ver el motivo de esos gritotes que había escuchado. Tu vecina la más chismosa. Cuando entró estuvo a punto de desmayarse de la impresión. Por eso se regresó de inmediato para que la niña no viera los tres cuerpos destrozados en medio de una laguna de sangre y vísceras regadas por todas partes. Llamaron a la policía para informar de los muertos. Tú a esa hora estabas tirado a dos cuadras, en una esquina, revolcándote entre tus meados. También vomitaste y quisiste dormir pero no te dejaron los tres uniformados que te levantaron a punta de patadas y toletazos. Esos madrazos te devolvieron algo de la conciencia perdida y entre los tres hombres te condujeron a tu domicilio. Se te hizo raro que las luces estuvieran encendidas y la puerta abierta. Adentro gritaste, lloraste, maldijiste, te rasgaste la ropa, aventaste las sillas y mordiste tu lengua. También de ti escurrió algo de sangre.
–¿Los reconoces, pendejo? –te preguntó quien seguramente era el comandante–. Bonita fiesta se te va a armar, pinche briago.
No entendiste por qué dijo eso y preguntaste quién había matado a tu esposa y a tus hijos. Fue entonces que te diste cuenta de las manchas de sangre en tu vestimenta, en tus manos. Reconociste tu navaja ahí, entre la sangre. Ya no dijiste nada cuando te subieron a la patrulla y el montón de vecinos que se había juntado te miró, con miedo, entre murmullos: “Estaba borracho”… “A lo mejor hasta mariguano, tú”… “Ya se veía que estaba loco”… “Tan buena que era la Chayito con él y con todos”… “¡Ay, Dios”… “Él los mató.”

Por eso me trajeron aquí y dicen que vivo no voy a salir ni aunque le rece a cuanto santo conozca.

sábado, 5 de junio de 2010

Sudor de trabajo



Pachucosoy



Todas las noches es la misma rutina: esperar a que den las once, ponerme el sombrero con caída al costado derecho y vestir mi más elegante (y único) traje. Caminar cuesta arriba el boulevard Juárez hasta llegar a la esquina de la plazuela y esperar a que salga alguna, o algunas casi inconscientes; acercarme a ellas con familiaridad, tomarlas del cabello, robarles un beso con olor a cerveza o a vómito, pero intoxicante al alma; jalarlas del brazo cuesta abajo por boulevard Juárez y besarlas bajo cada árbol y en cada esquina hasta llegar a Himno Nacional; arrancarles la ropa, recibir sus golpes, recibir sus sudores, dejarme arañar sin soltarlas, recibir sus escupitajos, dejarlas hacer sin dejar de hacer. Dormir…
Todas las mañanas la misma rutina; si hubo suerte, sacarlas casi dormidas, escurriendo en sus líquidos; subirlas al taxi y despedirlas con un beso; decir “te veo mañana”, para volver a salir a encontrarla en otras, esa misma noche y recibir sus besos y mordidas, sus golpes y caricias…

En el nombre del padre



53

El camino será largo y agotador, muchos no conocerán el nuevo territorio. El barco navega sobre aguas hostiles (fragmentos de la tragedia acontecida). A bordo, un pequeño tumulto de mujeres, hombres y algún tipo de animales desconocidos y monstruosos abandonan la isla. Intentan salvar la vida que la vida misma pretende arrebatarles. La tierra se aleja, pero aún se hace visible entre multitud de sombras nebulosas un olor a muerte.
La gente sube una pequeña embarcación a cubierta. Dos niños y una niña han burlado la muerte, sobre un tablón de madera; la han hecho ver como una estúpida. Una anciana fija el rumbo de la embarcación a partir de nigromancia. Los espíritus señalan hacia Oriente.
Mientras la tripulación trabaja en las restauraciones inmediatas de la nave, un hombre, de un aparente linaje y jerarquía superior, desprecia su condición humana, su desgracia. Antes del colapso que devastó su territorio, su hija había aniquilado su honra a voluntad propia (hay quienes llaman a este acto Amor). Contra su voluntad, el hombre debe cumplir con sus códigos de conducta, con las normas establecidas por el mismo, con la purificación de su sangre y honor. A pesar de que la función social de la honra ha dejado de existir en este momento, pues quienes supieron de la ofensa no han sobrevivido y el pueblo a quien se habían destinado las reglas ha perecido, él debe cumplir con su trágico papel. Se coloca lo poco que queda de sus vestiduras bélicas y atavíos reales (una cinta y un par de muñequeras), cubre de tizne sus pómulos ya ennegrecidos, y saluda a su espada de guerrero.
Afuera, todo es tumulto y trabajos para librar la tempestad. Adentro, la hija observa sabiendo lo que está por ocurrir… El sable atraviesa el vientre blanco, lo traspasa; el padre le da vuelta taladrando cualquier posibilidad de vida. La muchacha muere despacio, sin despegar los labios. Se miran por última vez, por última.
El hombre sale a cubierta, el tumulto y la lluvia no lo apartan de aquel ensimismamiento en que ha caído. Alguien de la tripulación lo mira despacio, alguien cuya conciencia no es de ese mundo y que conoce detalle a detalle lo ocurrido (alguien que probablemente haya soñado con aquel espacio-tiempo, ajeno a su condición de comerciante de plantas, en un pequeño poblado llamado Ocotepec). El hombre trágico llora, y en su pesar se instala el cuestionamiento y el poco valor que se le atribuye a la excepción a la regla.

jueves, 6 de mayo de 2010

Antes me agradaban los payasos

Elpidio Lasotras

Cuando la soledad comienza a morderme –es decir, los viernes (el domingo me tira la mordida definitiva)– y salgo del trabajo echando pestes, maldiciendo casi a todo el mundo, siento que la vida es una broma muy pesada del Creador. Dicen que el trabajo es una bendición, que es una virtud en quienes se parten el alma para escalonar posiciones en la sociedad y demás asuntos que te hacen ver bien ante los ojos de los otros. Los domingos por la noche suelo repetirme dos frases. La primera es de Benedetti: “Si alguna vez me suicido, será en domingo. Es el día más desalentador, el más insulso”; la otra es de Álvaro Mutis: “Me enerva saber que trabajando se me está yendo la vida”. ¡Que me lo digan a mí! A decir verdad, me patea las bolas ser un menosafortunado
Retomando lo del inicio –eso de que los viernes comienza a morderme la soledad–, suele ocurrir que me dirijo al centro de la ciudad para quitarme un poco las telarañas del pensamiento. A veces ingreso en cualquier bar y bebo una copa, o dos, o tres, o cuatro, o pierdo la cuenta y amanezco, el sábado, un poco muerto en mi habitación (ignoro, sinceramente, cómo es que llego a ese sitio, intacto). Eso cuando llevo algo de dinero. Cuando no, camino por la Plaza de Armas a fin de encontrarme con alguna función callejera de payasos y escuchar los gastados chistes que –aun cuando los has oído una y otra vez– tienen el mérito de soltarte siquiera una risilla y amortiguan el peso del fastidio. Por eso antes me agradaban los payasos, debo reconocerlo. Hoy los odio.
Hace un par de semanas iba en busca de una chica que me había prometido los favores de sus caricias, pero debía trasladarme hasta el municipio de Temixco. Abordé el mismo camión “Lasser” que tres payasos frente al IMSS, sobre Plan de Ayala, con el ánimo como antes no lo había sentido. Vaya, incluso tuve la osadía de faltar al trabajo sólo por verme beneficiado con el cuerpo de esa mujer. (Aquí debo aclarar que nunca he visto a esa muchacha; sólo sé que se llama Carlota y apareció en mi vida en un acto desesperado por volver a sentir lo que es estar junto a un cuerpo femenino en condiciones idénticas: o sea, encuerados y con la misma temperatura. La conocí… bueno, tuve contacto con ella a través de un programa radiofónico llamado ¡Échale los perros!, con El Zorro, de La Mejor FM, 97.3. En dicho espacio suelen comunicarse hombres y mujeres para que el locutor los ponga en contacto con su media naranja. Carlota me dio su número telefónico y cada noche hablábamos los 99 minutos que te permiten esos aparatos rojos callejeros por tres pesos. Hacía menos de una semana que la había apalabrado y en una de esas llamadas nos sinceramos y me contó de sus más hondas pasiones. El sábado sería el encuentro y lucía prometedor.) Pero no contaba con que la mayoría de los delincuentes de nuestro país suelen tener un ingenio sobresaliente a la hora de joder a sus víctimas.
Iba en el camión con la mente puesta en Carlota y me desentendí del número que ofrecieron los tres payasos porque las imágenes construidas en mi pensamiento poseían más fuerza que cualquier chiste. Sólo una carcajada de una chica que iba en el asiento de atrás impidió que el poder de la imaginación se viera rebasado y volví a la realidad no muy satisfecho. Volteé a mirar a la escandalosa con mis ojos llenos de furia (imagínense estar soñando con la persona deseada en una situación altamente volcánica; entonces alguien, por una sinrazón, te despierta en el momento exacto en que se cubrirían con la misma piel. Así me sentí por culpa de esa desgraciada).
Los tres cómicos comenzaron a agradecer y a dar el discursillo repetitivo, con la única diferencia de que las últimas frases fueron las que modificaron el guión:
–Señoras, señores: como podrán ver, no somos unos grandes artistas; simplemente nos vemos en la necesidad de salir a trabajar de esta manera. Ahora, mis compañeros y yo vamos a pasar a su lugar y si alguien gusta cooperar, se lo agradeceremos; y si no, será por las buenas o por las malas –en ese momento sacó de su bolsillo una pistola y apuntó a los pasajeros más cercanos. Uno se fue directo al asiento del conductor–. Así es que saquen todo lo que traigan o se los carga la chingada… –el tercer payasito sacó una navaja como para rasurar a un oso y amagó a la que se carcajeó antes. En ese momento fui yo quien comencé a reírme por la cara que puso, pero no pasó ni un minuto cuando sentí un madrazo en la cabeza que me dolió bastante.
Los tipos descendieron en el puente de Tabachines, donde un taxi del DF los esperaba. Nunca llegó la patrulla a la que llamaron y el chofer del “Lasser” decidió seguir el viaje. Para terminar de completar el cuadro, al llegar a Temixco no encontré a ninguna Carlota. Llamé a su teléfono y le conté lo ocurrido.
–¿Y pretendes que te crea, culero? –me dijo, muy seria–. A otro culo con ese rollo, mentiroso. ¡Nunca vuelvas a llamarme! –colgó. Es la fecha en que inútilmente intento marcarle.
Antes me agradaban los payasos. Ahora, cuando veo a alguno, siento una especie de miedo, pero al mismo tiempo deseo partirle su madre.

miércoles, 7 de abril de 2010

La Mimosa

53

Nunca se dice de un perro o de una rata que es mortal.
¿Con qué derecho se ha arrogado el hombre ese privilegio?
Después de todo, la muerte no es un descubrimiento suyo.
¡Qué fatuidad creerse su beneficiario exclusivo!
Cioran
“Mañana o pasado yo voy a tu casa,/ tu mamá te ordena una silla para mí./ Tú, mi chiquitita, finge no mirarme; ponte…”
Felipe interrumpe su canto para mirar el vuelo taciturno de un pájaro grisáceo. Después, involuntariamente, su mirada se dispersa a su alrededor de manera nostálgica; ya no encuentra nada de su mundo antaño: las hojas secas que alfombraban la tierra, el columpio atado al guaje, la fresca sombra de altísimos árboles, nopales entunados, las manos de Carmen (su prima) cortadoras de buganvilias de colores, su colección de tarántulas en una caja de zapatos, un cielo de verano gris expandiéndose lentamente por la llanura… Nada…
Felipe canta en el patio de su casa. Una barda de gran altitud le ha robado la extensión del cielo; una arquitectura ecléctica se levanta en lugar de los maizales; la calle está repleta de casas ostentosas y opulentas, sólo la casa de Felipe es de madera.
“Han asfaltado la piel de Panchamana, la madre tierra…”, piensa mientras ve llegar a los vecinos en distintos automóviles. Los Méndez venían de la capital porque su hijo más pequeño padecía asma y la contaminación de aquel lugar lo llevaría a la muerte; en la esquina de la calle, donde está la barranca, llegó a vivir la señora Catalina: amante del dinero y la limpieza; de ascendencia ánglica, vino hacia esta parte del país con la finalidad de expandir el negocio familiar (una cadena de farmacias). Los Romero, familia autóctona… ellos se enriquecían cada día más gracias a la fe de la gente; vueltos pastores del protestantismo, manipulan el torpe rebaño a su conveniencia. “Ya vio qué buena la supieron hacer esos Romero”, platican algunos de sus seguidores pretendiendo ser como ellos. Junto a la casa de Felipe vive un matrimonio intelectual de izquierda: “Pinches hipócritas”, es lo único que piensa respecto a ellos Felipe.
Entristecido por sentir el asfalto en los corazones de sus vecinos, reflexiona el progreso material como algo natural a la conducta humana, como algo que no puede ni debe detenerse. Cuando estudió la primaria conoció la existencia de poderosas civilizaciones en el pasado, y su posterior decadencia. “Algunas siguen ocultas bajo las selvas o los mares, pero sólo quedan las ruinas”, decía su maestra. Él sabe que nada es para siempre, “siempre es mucho tiempo”, eso le enseñó su padre… Algún día la tierra se alzará nuevamente sobre el cemento.
Felipe era campesino, ahora es albañil: de qué le sirven sus manos sedientas de tierra, si los terrenos que le prestaban para sembrar están vendidos. La cría de ganado, la prohibieron los vecinos, su olfato y su clase se sentían indignados. Ahora vive abaratando su trabajo, hay muchos Felipes con el “ombligo pegado al espinazo”. Ni siquiera se puede decir que vive a medias; más bien como a un octavo. Su única compañía es la Mimosa, una perra amarilla y negra que lo acompaña desde hace siete años. La cola enroscada, las patas flacas y la panza gorda. “Parece una caricatura”, piensa (sin saber que él también es un dibujo animado de palabras).
Sigue mirando con nostalgia el viejo vecindario; ya no está doña Toñita, ni… Mueve la cabeza negativamente y sonríe. Vuelto un extranjero en su propia casa, aborrecido por su pobreza. Sigue riendo, “No por eso…”, dice en voz baja; él sabe que si se deja entristecer, su corazón se secará poco a poco y terminará por agrietarse como un suelo reseco; su fortaleza está en sus ganas de seguir viviendo; no se debe “cuartear”.Hace tiempo su padre emigró al extranjero, nunca más supo de él; su madre era una viejita rancia que coleccionaba piedras de río (ella murió porque en tiempo de lluvias fue al monte a recolectar hongos para la comida. Eran alucinógenos. ¡Pero qué buen viaje se aventó la señora¡: ahí coleccionaba dioses ). La semana pasada a Felipe le embargaron el televisor; eso no le preocupa: “una raya más al tigre”. Y si fuera un león: “un pelo más a la melena”. Qué más da, él sabe que la vida es privilegio aun en su propia miseria.
Son ya las cuatro de la tarde, es verano y una fuerte lluvia se aproxima, Felipe vuelve a las estrellas blancas del cilantro criollo, a las flores de calabaza, a las matas de chile serrano y de fríjol… cuánto tiempo le ha quitado el vuelo de un ave gris. Se arrodilla nuevamente ante su huerto y remueve la tierra…
En dos horas vendrán a solicitarle que recoja a su perra: la Mimosa estará muerta frente a la casa de la señora Catalina, quien, cansada de los constantes excrementos frente a su portón e ignorante de que los perros no entienden el sentido de la propiedad privada, la ha envenenado con un plato de pollo. El veneno era para ratas: “La última cena” (eso decía el empaque).
Cuando Felipe llegue, el hocico de la Mimosa estará abierto, lleno de espuma, las patas tiesas como columnas de concreto y el cuerpo medio frío y empapado por la fuerte lluvia que caerá. Él parpadeará dos veces, brillantes y temblorosos sus ojos serán un charco de agua oscura tendido al sol; el rostro lívido y humedecido. Muy pronto tomará la decisión de machetear a “la pinche vieja mal nacida”… Brincará la barda, entrará a la casa y sin decir nada, del primer machetazo le cortará un brazo. Ella gritará con el rostro repleto de miedo al sentir la cercanía de la muerte (también pensará en el dinero que le deben). Nadie oirá los gritos, la lluvia de afuera será torrencial y ruidosa.
El segundo ataque será directo al rostro, el machete de cinta quedará prendido del cráneo como de un tronco; Felipe le pisará el cuello y liberará el machete. Finalmente la descuartizará. Arrojará parte por parte a la corriente ensordecedora y crecida del barranco. Felipe se irá (no sin antes limpiar todo). Hay que enterrar a la Mimosa

jueves, 25 de marzo de 2010

El Casino de la Selva...


...Cuando existía, porque ahora hay un pinche costco encima.

viernes, 19 de marzo de 2010

Lograron darse a la fuga

Elpidio Lasotras

Se sonrojó. Pilar frente al espejo: su cuerpo aún de niña, botones de carne recién paridos a la altura del pecho, terciopelo oscuro bajo el vientre… Pilar notó en sus mejillas el tono rosado de su pudor. Nunca en sus catorce años de vida había experimentado tal sensación como esta tarde, frente al espejo, luego de salir del baño, la piel recién secada. Son las cinco, quedó de verse con Efrén a las seis porque es muy probable que a las seis y media comiencen a hacer el amor, ambos, por vez primera.
Pilar se sonrojó y de inmediato comenzó a vestirse. Elvira, su prima y confidente –cuatro años mayor que ella–, le había dicho que hacer el amor “es… no sé, Pili… como no estar aquí. Te pierdes y no sabes de ti hasta que te vienes y regresas cansada, pero sonríes”. Pilar medita sus palabras, ya en la noche, con una mano en el sexo. La asusta pensar en Efrén y que esas imágenes deriven en la humedad de sí misma, jamás explorada. Se repone del susto y entonces duerme, en espera del día siguiente para volver a ver al chico que la hace “pecar de palabra, obra y pensamiento”.
Efrén aprendió más rápido: sus amigos lo invitan a ver revistas de mujeres desnudas detrás de alguna tumba del panteón de La Leona, escondidos de los ojos que pudieran acusarlos y hacer de ellos una vergüenza ante sus padres. Efrén entonces piensa en Pilar, en ese cuerpo que recibe entre sus brazos cuando, luego de clases, caminan del Miraval a la Carolina y pasan por el Callejón del Diablo. No les da miedo porque se tienen a sí mismos, toman sus manos y en la primera entrega de la noche corren –sin soltarse– para romper el temor y amarse en su adolescencia.
Salen de clases a las siete, ya a oscuras, y se encuentran en la entrada del estadio Miraval. El primer beso surge detrás de un árbol, sobre Madero, debajo de la doble sombra: la de la noche y la de la copa del enorme sauce, mudo testigo de sus primeras insinuaciones. “¿Cuándo lo haremos?”, pregunta él. “Déjame aprender”, responde ella y estampa sus labios en los del muchacho. Luego ella: “Ya casi, Efrén”. Se miran entonces y creen amarse, estar hechos el uno para la otra.
Pilar se sonrojó esta tarde; Efrén estaba nervioso y olvidó comprar los condones que su tío, a falta de un padre, le recomienda cada vez que está ebrio. “Cuando metas tu pito, ponle máscara, hijo. Con quien sea. Porque, una de dos: o la embarazas, o te joden la vida de otra forma: con una enfermedad”. Y lo olvidó por completo.
A las cinco cincuenta Pilar camina por la avenida Centenario, mientras Efrén aguarda afuera del mercado de la Carolina. Ambos se sienten nerviosos, como si fueran desnudos por la calle en cumplimiento de alguna penitencia. Pilar cuenta los pasos y nada hay que exista sino el único rumbo, ese donde la aguarda el joven que habría de amarla no sólo por esa tarde, sino “durante el resto de mi vida, palabra”.
Pilar observa con sus ojos de eternamente virgen, le sudan las manos, piensa en las palabras que debe decir, los gestos que debe entregarle a quien “quiero amar y que me ame siempre”. En cada paso siente el roce de la ropa con su cuerpo; comienza a sentirse poseída por alguien que no es ella.
“Ahí está”, susurra Pilar cuando ve a Efrén sentado sobre una barda, distraído, tratando de encontrar la forma exacta de tomar el cuerpo de Pilar. La conexión de ambos: Efrén levanta el rostro y automáticamente lo gira a su derecha. “Ahí viene”, piensa, y sonríe por dentro. Se miran desde los cincuenta metros que los separan ahora. Efrén se levanta, toma una flor que robó y la sujeta como si fuera el boleto de entrada al teatro de ensueño que es ahora el cuerpo de Pilar. Pilar, la siempre virgen, está perdida en su pensamiento. No se da cuenta de nada y únicamente Efrén existe. Sus pasos la confunden: Pilar no sabe si debe detenerse y esperar a que su amado se acerque a ella, o acelerar el ritmo y quebrar de una vez por todas el hielo de su pudor.
Efrén la mira: “Es ella”, piensa, sin saber que lo piensa. Pero algo no está bien, algo ha fallado y sólo él escucha las sirenas de tres patrullas deshaciendo la tarde. Tres asaltantes en fuga, a bordo de un auto oscuro, son suficientes para romper el sueño del amor. Pilar no escucha, sólo mira a Efrén, quien algo grita pero la mujer no lo oye, no puede. En el fuego cruzado Pilar muere como debía morir, ya fuera en este momento o años más tarde: virgen y con el corazón destrozado. Una bala de AK-47 ha perforado la blusa, el corpiño, la carne; quedará por siempre en el nido de sus latidos. No se dio cuenta de su muerte; Efrén sí.
Pilar está tendida en medio de la calle y bajo su cuerpo un charco de sangre se expande lentamente. Efrén se ha desmayado. Cuando reaccione, llorará el resto de la noche… y de sus días. Los periódicos de mañana y los noticieros de esta noche dirán que una adolescente fue alcanzada por una bala perdida durante un enfrentamiento entre la policía municipal y un grupo de hampones. “Los presuntos culpables lograron darse a la fuga.”

lunes, 15 de marzo de 2010

Yo también prefiero esa compañía



Elpidio Lasotras

Para Ibán de León, por las batallas perdidas
A “labanda”

Esa mañana desperté en una habitación extraña, al lado de una mujer extraña. Estaba semidesnudo, con un golpe de resaca que apenas si me permitió recordar alguna escena de la noche anterior. Volví la mirada hacia mi compañera. Dormía. En vano quise llamarla por su nombre…
Mientras hurgaba en mi memoria a corto plazo me sorprendieron sus ojos, acaso con un ligero toque de pudor. Se perdió debajo de las sábanas y pude darme cuenta de que estaba desnuda. Acerqué una mano para intentar hacerme de su piel, sin mucho éxito. Mis dedos temblaban igual que si algún lejano temor los recorriera; tenía los labios partidos y sentía como si una piedra golpeara constantemente mi cabeza.
En el cuarto había un desfile de envases de cerveza vacíos, colillas de cigarro regadas por todo el piso, una botella de whisky sin terminar sobre un buró, pegada a un cenicero, y un par de condones usados junto a las pantaletas de la mujer. Cómo había llegado ahí era algo que no recordaba en ese momento. No me sentí con deseos de preguntarle nada personal a esa mujer; sólo me limité a cuestionar la posición del baño.
–Sales del cuarto y a la izquierda, enfrente –respondió, sin mirarme.
Cuando me puse de pie comprobé que aún seguía mareado, apenas si me podía sostener por mis propios medios.
El color de mis orines tenía un tono cobrizo y un ligero ardor, al expulsarlos, me arrebató un quejido.
Lavé mis manos y, al ver mi rostro en el espejo, recordé parte del día anterior.

Llegamos a El Farallón pasado el mediodía. Éramos tres: mi amigo el poeta, José y yo. Aún no era tiempo de consumir porque la cerveza estaba tibia y no había nada que ofrecernos para comer. Aun así, decidimos aguardar y solicitamos unas Victorias y vasos con hielo. Los tres nos hallábamos ebrios pues la noche del viernes y madrugada del sábado habíamos bebido whisky como irlandeses.
Tres semanas antes había sido lo mismo, en la misma mesa. Beber hasta que el cansancio haga mella y uno se quede dormido o, por el contrario, solicitar amor a cualquiera de las muchachas libres que anuncian el recorrido de la tarde cuando sus olorosos perfumes se van debilitando.
Solicitar amor.
El día ya había tomado forma y otros como nosotros estaban esparcidos a lo largo y ancho del salón. Cigarro tras cigarro, cerveza tras cerveza, el sábado ya era parte de la memoria instantánea. No es posible anular los recuerdos así como así. Nunca es posible.
Una muchacha de minifalda negra y blusa fiusha rondaba por las mesas. El poeta la miró y le hizo una seña con la mano para que se acercara. Me imagino que entonces eran las seis de la tarde. La carne maciza de la mujer, su cabello lacio, los ojos de animal inquieto antes de ser sacrificado, hicieron que mi amigo tomara el amor en sus manos sin dejarlo ir fácilmente. José llevaba rato hundido en sus pensamientos y de golpe se puso de pie. “Me voy”, dijo. En seguida salió.
Hay una laguna en mi mente que me oculta ciertos detalles de aquella tarde-noche. Por ejemplo: no sé en qué momento la mujer con la que desperté el domingo llegó a mi lado. Y más: no sé si fui yo quien la abordó. Lo que sí recuerdo es la urgencia de mis manos por su cuerpo, ahí, ajeno a todo. Mi amigo y yo, solicitantes de ese amor repentino, de esa compañía para hombres solos. Recuerdo también el sabor de sus besos, mezcla de cerveza y cigarro. Sus ojos frente a los míos. Me acuerdo de ella sentada en mis piernas, igual que la chica de blusa color fiusha en las del poeta.
–“Esa compañía me gusta más que cualquier otra –me había dicho mi amigo, un día antes, en el centro, al referirse a las ficheras–. No sé por qué… Tal vez porque es pagada.”
Yo también prefiero esa compañía. Amar mientras ese amor sea sostenido por el dinero. Amor en cifras, en botellas vacías, ordenadas con una servilleta en la boca del envase para dar cuenta de los litros de besos y caricias a que uno tiene derecho. Amar a empujones, tambaleante, sin que ellas te culpen de sus tragedias: ellas son también, al final, silenciosas copas en donde uno se bebe la memoria, lento, con la garantía del olvido a la mañana siguiente. Es un amor sin culpas, sin odio, sin principio ni final y el cual es posible retomar a medida que la soledad le muerde el corazón a uno.
Supongo que ésa fue la razón por la que ella y yo dormimos juntos aquellas primeras horas del domingo. No tengo la menor idea de la hora en que abandonamos el bar. Supongo que el miedo a la noche se vuelve nada en la piel de una mujer. Supongo que somos una vieja mansión en donde todas las madrugadas conviven los fantasmas de la ausencia.

El domingo es el día más triste y jodido de todos. El domingo debería suicidarse.
Salí del baño y encontré a la mujer vistiéndose, con los senos al aire. Cómo llamarla si no me era posible recordar su nombre. Cómo decirle cualquier cosa si en sus ojos había también un aire de indiferencia.
–¿Te acuerdas de mí? –preguntó cuando comencé a ponerme mi ropa.
–Sí. Te conocí en el bar, ayer.
Quise aproximarme para tomar su cuerpo, volver a poseerla; pero no tuve los arrestos para hacerlo. En cambio la mujer sí se acercó a mí. Encendió un cigarro, le dio un par chupadas y en seguida lo puso en mi boca.
–Si te vas a ir –dijo sin mirarme–, vete ya. Porque si te quedas un rato más, ya no te dejaré libre.
En ese momento salió de la habitación. Examiné con la mirada cada rincón del cuarto. Tomé los cigarros y la botella de whisky. La muchacha estaba en la cocina. Quiero creer que no se dio cuenta cuando abrí la puerta y salí, sin hacer ruido.
Me habría vuelto únicamente porque el sol era insoportable. Pero no lo hice.
Logré saber que estaba en Temixco por las leyendas en las puertas de casi todos los taxis. Abordé un camión en la carretera federal y me hundí en el último asiento. Abrí la ventana y un aire caliente golpeó mi rostro. Me pregunté qué había sido de mi amigo el poeta y su compañera. Acaso se repetía la misma escena, lejos de ahí. Bebí un prolongado trago de whisky y sentí cómo el domingo comenzó a enredarse en mi cuello.

lunes, 8 de marzo de 2010

El ladrón de miradas

Pachucosoy

Todas las mañanas salía perfectamente arreglado, el cabello peinado con máximo cuidado, la cara limpia y con ropa llamativa, por lo regular en amarillo o naranja, siempre ropa casual. Yair, como se llamaba, era un tipo algo alto, pero sin exagerar, atractivo a las mujeres y de un cuerpo ligeramente delgado. Todas las mañanas, salvo los lunes y martes, se levantaba a las diez, desayunaba, se arreglaba durante dos o tres horas, pues tardaba algo de tiempo en mirarse al espejo, no sólo porque corregía hasta el más mínimo error, sino porque se entretenía mirándose al espejo. Después se distraía viendo los programas matutinos o escuchando algo de música para finalmente salir a las cuatro y media. A veces iba a Plaza Cuernavaca, de moda en esos días, pero no siempre. En ocasiones iba al centro. Siempre daba varias vueltas congraciándose de que lo voltearan a mirar. Entre los amigos de la colonia decía que no sólo eran las mujeres, sino que también los hombres y niños; se consideraba –y con cierta razón– un espectáculo en sí mismo. Después de haber dado las vueltas que consideraba suficientes, o de haber encontrado a la víctima ideal sólo decía “hola” a la primera mujer que encontraba, mientras esbozaba su famosa sonrisa, y le decía: “Te espero en el café del Sanborn’s”. A menos, claro, que estuviera en el centro, en cuyo caso elegía La Universal Hecho esto se dirigía a su lugar favorito, donde pedía un café y esperaba. Rara vez la mujer a la que le había hablado llegaba ese mismo día; pero frecuentemente iban al día siguiente, la semana posterior o incluso después de un mes. Más de una ocasión ocurrió que no recordara algún rostro. Una vez que entraban, sonreía. Si ellas saludaban y se sentaban con él, sabía que había logrado su objetivo; si no, sólo se sentaba con ellas. Solía declarar orgulloso: “Jamás me han corrido de una mesa”. A Yair le gustaban las mujeres de entre 16 y 20 años; algo normal si consideramos que su apogeo lo vivió al terminar la prepa y un par de años más, pero prefería estar con mujeres mayores, de unos 30 años; decía que a las “niñas” no les gustaba pagar, mientras las señoras ni se ofendían cuando él, en lugar de pedirles, tomaba de sus bolsos lo que quería. Yair prefería a las mujeres casadas. Cuando las abordaba no le importaba que fueran con niños, acostumbraba decir que era el hombre más afortunado de la Tierra. Decía: “Escojo a las mujeres más buenas y no sólo me las tiro, sino que les cobro. ¿Soy o no soy un machazo?” Pero, como todo en esta vida, se le fue acabando. Antes de los 25 siempre solía andar lleno de dinero y sonriente; después empezó a cambiar. El dinero se le iba haciendo menos, hasta que una Navidad, en plena borrachera, confesó: “Ya no es igual… Podría tener más varo si me revolcara con mujeres más viejas o feas, pero lo que realmente me encabrona es ya no robar miradas”. El tiempo pasó y se llegaron a escuchar rumores de que el Yair se había metido con algún tipo o que lo levantaba un don de dinero, pero de eso él nunca dijo nada, ni siquiera durante la briaga. Pero eso no fue lo peor. Lo peor, como se suponen ustedes, fue el día que lo agarraron por sacarle los ojos a una chavita de 16 años afuera de Plaza Cuernavaca. Era una niña relinda, según dicen, sin embargo lo increíble fue la declaración del Yair: dijo que lo hizo porque estaba triste. Nunca pude entender esto hasta que después de un rato se olvidó el chisme y se pasó el alboroto. Lo fui a visitar a la cárcel. Ahí me contó que ese día él tenía ganas de ligar; hacía mucho tiempo que no tenía una chavita de las que le gustaban. Le habló a aquella niña, hasta la invitó a comer y él había pagado. Pero al final, cuando se lanzó, la vieja le salió con que estaba muy viejo para ella. “¿Lo puedes creer, muy viejo?”, me dijo todavía indignado. Yo no se lo quise decir, pero un tipo de 30 años también me parecía muy viejo para esa chavita. Continuó diciéndome: “Además eso no hubiera pasado si ella no me hubiera dicho que hasta le costaba trabajo verme”. Recuerdo ahí sus palabras exactas: “¿Lo puedes creer, vieja desgraciada? Decirme que le daba trabajo verme… A mí que soy un ladrón de miradas”. Me dijo que sacarle los ojos a una vieja que ni sabía pa’ qué servían no debería ser un delito, me compadecí de él, total me regrese para la casa, la verdad no creo volver a verlo.

Cruces amarillas

53

Cacahuaizquixochitl,
zan tonnetlanehuilo,
ticahualoz,
tiyaas, xiomoas.

(“Preciosa flor de maíz tostado,
sólo te prestas,
serás abandonada,
tendrás que irte,quedarás descarnada.”)
Cantares mexicanos

Te llamas Yareni N. y te gusta platicar con los muertos. A las tres de la tarde, te deslizas automáticamente por el cementerio de cruces amarillas. Mientras el aire fresco de las jacarandas invita a bailar los telares de tus ropas, te deslizas y cantas, como un fantasma marino sobre las aguas del silencio. Tu boca comienza ataviarse de flores, de hormigas rojas y caracoles dorados. Cantas porque tu corazón te lo pide, porque tus manos, ayer crucificadas, lo necesitan; porque tus muertos sembrados como semillas de cacao, te están escuchando. Tu cabello negro, tus ojos de lagartija azul, tus aretes de pluma verde… también cantan y danzan sobre tu cuerpo.
Cada año vienes a colocar flores sobre la tumba de la tía “chofita”. Pero como te molesta ver a tanta gente en los panteones (ellos también asisten a dejar cruces de pericón para sus muertos), esperas dos o tres días después para no encontrarte con nadie.
Así tu memoria puede viajar sin distracciones. La tía “chofita”… ella te enseñó a tejer, a convertir la tierra en lodo, a viajar a otras dimensiones mediante el sueño, a no tolerar las injusticias y a comer dulces de coco. Un día te compró una resortera para que jugaras con El Negro (su hijo). Tú preferiste recolectar alacranes, robar los cigarros del abuelo y fumar detrás del chiquero (aquel donde murió tu tío Daniel, a quien nunca conociste) .
La recuerdas y piensas en el bello momento de su muerte prematura. “El sinsabor de los años y el deterioro del cuerpo (siempre haciéndose más lento después de los cuarenta), no ocuparon la inquebrantable fuerza de su vientre.” Mientas la recuerdas cantas, y llevas agua para las flores, para humedecer las cruces, regar la tierra y barrer la hojarasca.
Cantas cuando enciendes la primera veladora. Te sientes observada y eso comienza a inquietarte. Sin más, el panteón comienza a poblarse de personas, todos dicen cosas indescifrables. Algunos llevan grandes rollos de pericón, otro toca una guitarra, hay uno que llora discretamente, y una botella de tequila que reparte su esencia al grupo de hombres que la circulan… De pronto, ahí está ella, sentada, con la sonrisa transparente como el aire. Acomoda los floreros, no menciona palabra alguna. Te parece ilógico, irreal, inconcebible. Ya casi habías olvidado cómo era. Te acercas a ella y tu boca tiembla; has dejado de cantar…
Ahora estás junto a ella, ambas acomodan las flores y atan las cruces de pericón a las de madera. El agua en las cubetas juega con movimientos tenues y hace temblar las ramas de los árboles. Tú, Yareni, la observas a ella y se apacigua tu corazón.
La miras y su nariz comienza a desprenderse, el cabello se le vuelve un manojo de arañas que al instante se ocultan bajo la tierra, se le cae la piel a pedazos… sigue en movimiento. Ahora su esqueleto comienza a hablar en una lengua que nunca habías escuchado, pero comprendes todo lo que ha dicho.
Se te cae un brazo y es ahí cuando despiertas…
Ya no te llamas Yareni. Ahora eres Mariana. Es de madrugada y la ventana de tu cuarto está abierta; como si algo o alguien hubiera entrado, ¿o salido?...

domingo, 7 de marzo de 2010

Un día con Samanta

Elpidio Lasotras

A ellas

11:53: Despierto. Me duele la cabeza, tengo ganas de vomitar, estoy un poco mareada, acostada bocabajo sobre mi cama. Sé que es mi cama porque veo la funda que mi abuela me bordó antes de venirme a vivir a Cuernavaca. “Siquiera pa’ que te acuerdes de uno en las mañanas, m’hija.” No quiero levantarme todavía. ¿Qué horas serán?
12:36: No pude comer nada, lo devolví todo. Yo no sabía que hacer eso la ponía a una así de mal. Mi papá a veces llegaba así a la casa y al otro día despertaba quejándose. Debe ser que también le daba esta misma dolencia que me cargo ahora.
13:07: Ésta no es agua de río, no es el agua de la poza donde nos bañábamos todos, cuando dejaba de llover y el río se iba haciendo chiquito. Mi hermano Octavio daba el grito: “¡Ya se ven las pozas, vénganse rápido!” Íbamos rápido. Toda la tarde mojándonos, agarrando piedras para aplastar sapos. Toda la tarde metidos en esa agua. Y ésta no es como aquélla; sólo me moja el chorro que me cae en el cuerpo; siquiera me lavara el pecado. Yo no soy mala.
13:48: No tengo ganas de ir, todavía no me repongo de lo de anoche. ¿Todos los días va a ser lo mismo? Pero debo ir, ganar más centavos porque mañana –primero Dios– tengo que ir a ver mi mamá y a mi abuelita. Les prometí algo para comprar maíz y pollo en la semana. Los domingos no abren ahí donde trabajo y voy a aprovechar eso para volver a mi casa, la que sí es mi casa.
14:52: Aquí estoy otra vez. Es mi sexto día y ya no me da tanto miedo como al principio. He conocido gente, hombres que la quieren besar a una todo el tiempo y dicen palabras bonitas. Aquí se llama El Farallón, hay muchas mesas, otras mujeres que también vienen por dinero de los hombres que se emborrachan con nosotras. No son buenas todas, sólo Sonia y doña Cándida, la que cocina. El primer día me vio llorando y sintió pena por mí. Me lo dijo.
15:21: Acaban de llegar tres hombres. Se sientan lejos de nosotras, cerca de la barra. Tienen calor porque se sacuden las camisas y resoplan en sus pechos. No quiero ir con ellos todavía, se ven malas gentes. Pero eso a Roxana no le importa y ya fue a besarlos. A mí me da vergüenza besar en sus bocas a los hombres que vienen pero debo hacerlo para que me den más dinero. Tengo hambre.
15:56: Ya hay más clientes y yo todavía no me atrevo a pararme de esta silla. Sonia no ha llegado, ella es quien me ayuda a acercarme a los señores que vienen a comer y emborracharse. Ella es buena, pero no está y no me dan ganas de ir sin ella. Y ya vi que uno me suelta risitas, me hace señas… Dios me cuide.
17:00: Los besos de cigarro me saben a mi padre. Cuando llegaba borracho me cargaba y me besuqueaba porque decía que yo era su querencia. Nunca les hallé el gusto a esos olores y ahora me besan con sabor a tabaco y a cerveza. Mi boca está llena de sus vicios y también debo tomar cerveza o de la botella que tienen. Yo no sé fumar bien todavía, me ahogo, toso. Pero aquí les gustan más las que toman y fuman y se dejan agarrar todo el cuerpo. Las manos en el cuerpo me duelen, me hacen pensar que soy mala, que le falto a la memoria de mi padre. Pero me dan dinero si me dejo.
17:51: Doy vueltas y vueltas y vueltas sin moverme. Yo beso a este hombre, dejo que me acaricie mis pechos, mi vientre, mis piernas, lo que tengo en medio de las piernas… Ya me gusta la cerveza y también los hombres porque dicen que me quieren. Nadie me ve, nadie sabe que ésta es mi nueva vida, nadie conoce mi pueblo, a mi familia. Los besos de cigarro también me gustan.
19:03: Siento sus dedos tocándome ahí y me escurre como un jugo agrio. Siento sus labios apretándome las puntas de mis pechos. Todos bailan, todos tomamos cerveza o licor, todos ríen y nadie está triste; yo no estoy triste. Así como estoy me escondo de todos, es como si tuviera una piedra encima aplastándome los huesos. Tengo calor.
20:16: Me cuesta trabajo respirar, no siento mi cuerpo, me voy a romper.
21:32: Escucho voces de todas partes, música de todas partes, risas de todas partes; alguien me aprieta la panza y mi boca me sabe amarga. En dónde estoy. Por qué me siento así.
22:22: No escucho nada. ¿Qué es aquí, mamá? Perdóname, mamá. Por qué no hay nadie. ¿Quién me habla, qué me dice? No tengo ropa, mamá. ¿Qué me están haciendo, abuelita? ¿Por qué ese hombre me golpea la cara? No soy mala. Mi boca sabe a hierro, un líquido rojo me escurre por la cara y por el pecho. En dónde estoy ahora, adónde se fueron todos, qué pasó con la música… Se me escapa el aire, mamá. Mañana voy a ir a verte, ya tengo tus centavos. Avísale a mi abuela para que me haga un caldito de gallina, mamá.
23:57: (Telón)

viernes, 26 de febrero de 2010

Ahora se llama El Danubio Azul

Elpidio Lasotras
Las puertas como las de El Danubio sólo las había visto en películas de vaqueros. Tenía ocho años entonces. Los señores y yo comenzamos a entrar y me encontré con un lugar oloroso a cigarro y a pescado; a la izquierda, una barra dejaba ver tras su estructura a un hombre vestido con pantalón negro, camisa blanca y moño también negro (tiempo después supe que era el propietario); a la derecha, pegada a la pared y a mitad del salón, una rocola tocaba canciones norteñas; a lo largo y ancho del lugar, varias mesas eran ocupadas por hombres en compañía de algunas mujeres que llevaban faldas cortas; al fondo, el olor a orines proveniente de un cuartito me indicó la posición del baño, y junto a éste había otra puerta, donde estaba la cocina.

martes, 16 de febrero de 2010

miércoles, 10 de febrero de 2010

Sin título


Lázaro Montaño M.

Buganvilias


Pachucosoy


Es curioso cómo la luz puede cambiar las cosas de forma tan drástica. Esto lo noté cuando era niño. En el camino a la escuela había un grupo de buganvilias de diferentes colores: amarillas, rojas, blancas y moradas. Durante el día sus colores hacían el camino mucho más agradable. Todas las mañanas, al ir y venir de la escuela, me quedaba viendo un instante el arco que algún jardinero había formado con ellas sobre la banqueta, eran realmente bellas. Sin embargo, durante la noche se convertían en una cosa completamente diferente, los colores prácticamente desaparecían y las sombras de las ramas –y las ramas mismas– formaban un túnel siniestro sobre la banqueta. Recuerdo que por las noches siempre apretaba el andar al pasar por ahí.

La sangre durante el día es algo que siempre me ha parecido desagradable. Su color me provoca náuseas y me torna el rostro pálido; su olor me marea. Pero, como con las buganvilias, la luz o la falta de ella produce cambios en la forma en la que se percibes las cosas. Con la sangre no lo descubrí hasta la juventud, ahí en la antigua bajada de San Antón; una bajada pronunciada, torcida y empedrada. Un idiota quiso asaltarme con un desarmador; me resistí, peleamos, sentí la sangre del asaltante en mi mano. Salió corriendo. Me sentí satisfecho… complacido. Llevé mi mano a la boca, saboreé la sangre: era dulce, tibia. Al poco tiempo me mudé de ahí y cambié esa bajada por otras, pero no podía olvidar el sabor de la sangre en mi boca ni la sensación de satisfacción. Quería repetir ese momento. Así que me fui a la Plazuela a tomar unos tragos. Pedí vino hasta que la madrugada me alcanzó y sentí que no sería suficiente. Caminé por Guerrero, donde otro como yo caminaba frente a mí. Justo cuando pasábamos por la “Lido” le di, con todas mis fuerzas, un golpe en las costillas y no me detuve hasta sentir una cantidad considerable de sangre sobre mis manos; la bebí. No sé qué le paso a él ni a los que siguieron, sin embargo sé que la sangre me sigue mareando durante el día y las buganvilias me provocan miedo durante la noche.

Nada más doscientos


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¿Cómo se llama una flor que vuela de pájaro en pájaro?
Neruda

A Yuriana

La masturbación del sol concluye en una eyaculación diáfana derramada sobre la espalda de la noche. Ha renacido el día.
En su casa, Samanta despierta, se levanta desnuda de la cama. Los ojos, empequeñecidos; la boca, una mezcla de salivas ajenas, envueltas en una resequedad inquietante. Camina por la habitación, atraviesa una pequeña sala y se dirige hacia la cocina, en búsqueda de un líquido cualquiera. A sus treinta y dos, y pese al desgaste nocturno de su cuerpo en venta, las piernas y los glúteos de Samanta poseen aún la firmeza de algunas construcciones de la época colonial (viejos edificios que han olvidado para qué fueron construidos); sólo los senos cuelgan lánguidamente como columpios vacíos.
Bebe un poco de agua mineral. “Mil doscientos y una salida… ¡buena ganancia la de anoche!”, piensa mientras se traslada descalza nuevamente hacia la habitación.
Ahí se encuentra él, durmiendo sobre aquella cama de incontables y deliciosos encuentros lascivos. Sus diecisiete años parecen pesarle en demasía. Descansa profundamente. Ella lo mira, disfruta observando aquella juventud resplandeciente. Piensa, como otras veces, en un nuevo comienzo, en retorcer el tiempo, en exprimir los meses y los años para volver a ser ella misma. En volver a besar con la sensación ficticia de estar enamorada. Él le ha convidado aquella sensación en este encuentro lunático, tangiblemente extraño… Ella no logra explicarse por qué el peregrino visitante disipa el efecto de soledad que hay en las telarañas de su cuarto.
Esa noche llegó él al bar con dos de sus primos (mayores que él). Las credenciales falsas son demasiado útiles y no muy difíciles de conseguir. No hubo problema alguno para el acceso al bar, aunque también es importante mencionar que se trata de un lugar de mediana categoría. Muy conocido porque algunas de las “muchachas” proceden de diversas regiones de la República. Así “hay mayor variedad en gustos”. Los tres pidieron cervezas y compañía femenina, de esa que cuesta varias monedas. Bebieron, bailaron, intercambiaron parejas, besos y toqueteos. Al final él había solicitado a Samanta la necesidad de estar a su lado. Acordaron el precio: “Quinientos pesos”. Y sería en la casa de ella. A Samanta le inquietaron las manos de aquel jovenzuelo. Pero, sobre todo, se dio cuenta que sabía escuchar y no ser escuchado, como los otros. Al hablar, cada palabra que él decía, si bien no era la necesaria o la correcta, era la adecuada, la que ella había deseado escuchar por mucho tiempo.
Se despidieron del grupo, los primos confiaban en ella, otras veces ellos mismos habían alquilado sus servicios. En el camino (la casa quedaba sólo a unas cuadras del bar), ella comentó sobre los hombres que creía haber amado; el primero la dejó y le quitó a su hijo; el segundo llevaba a sus amigos a la casa y la hacía interactuar sexualmente con ellos, y el tercero “se fue al otro lado”, según para que los dos vivieran mejor y se compraran una casa. Ella adquirió la deuda del pasaje; su marido no volvió. “Tuve que entrarle a esto para seguir adelante y ya ves… no me puedo quejar, gano bien…”
Una sonrisa y un beso silenciaron a Samanta, el joven era inquieto, un tanto travieso, inmaduro y hasta infantil. Pero, lejos de serle molesto, a ella le agradaba. En el trato que él le daba se conjuntaba la vida entera de Samanta: puta, amiga, consejera, madre, amante, perra… De pronto se sentía contenta.
Al entrar a la habitación todo se dio por sí solo. En aquel recinto la excitación llega por sí sola, todo está cubierto por el aroma de sus piernas. El hombre que ahí entra no vuelve a ser el mismo. Hay quienes lo atribuyen a hechicerías o a la imagen de la Santa Muerte, siempre cubierta de flores o manzanas. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero sus movimientos, llenos de erotismo, y la manera de chuparla, son inmejorables. Lo extraño de esta ocasión es que ella no sólo había experimentado las sensaciones que vende, si no que algo más se había movido en su interior; como cuando iba a la preparatoria: sólo por ver a un compañero que ella supuestamente amaba. Nunca se lo dijo. Pero la vida le presentaba esta nueva oportunidad, extraña y mucho, pero cuánto tiempo había pasado sin sentirse viva. Sin contemplar desde todas las perspectivas un objeto y creerlo suyo. Ahora pensaba en invitarlo a quedarse al desayuno, tal vez salir juntos para traerlo a casa. Ella sabía que las convulsiones de aquella noche en el cuerpo del joven ayudarían a una respuesta afirmativa. “Él pensará en más sexo”, se decía. Quería tener algunas horas más con aquel acompañante, quizá hasta podrían ver una película o salir a pasear. “No se ve tan niño”, pensaba y se reía. Reía en el momento que el joven abría los ojos y movía el torso hacia la dirección donde ella se encontraba. Pensó rápidamente en comentarle lo del desayuno, se abrió su boca y sonaron las siguientes palabras: “Nada más dame doscientos y ya vete, por favor”.