jueves, 25 de marzo de 2010

El Casino de la Selva...


...Cuando existía, porque ahora hay un pinche costco encima.

viernes, 19 de marzo de 2010

Lograron darse a la fuga

Elpidio Lasotras

Se sonrojó. Pilar frente al espejo: su cuerpo aún de niña, botones de carne recién paridos a la altura del pecho, terciopelo oscuro bajo el vientre… Pilar notó en sus mejillas el tono rosado de su pudor. Nunca en sus catorce años de vida había experimentado tal sensación como esta tarde, frente al espejo, luego de salir del baño, la piel recién secada. Son las cinco, quedó de verse con Efrén a las seis porque es muy probable que a las seis y media comiencen a hacer el amor, ambos, por vez primera.
Pilar se sonrojó y de inmediato comenzó a vestirse. Elvira, su prima y confidente –cuatro años mayor que ella–, le había dicho que hacer el amor “es… no sé, Pili… como no estar aquí. Te pierdes y no sabes de ti hasta que te vienes y regresas cansada, pero sonríes”. Pilar medita sus palabras, ya en la noche, con una mano en el sexo. La asusta pensar en Efrén y que esas imágenes deriven en la humedad de sí misma, jamás explorada. Se repone del susto y entonces duerme, en espera del día siguiente para volver a ver al chico que la hace “pecar de palabra, obra y pensamiento”.
Efrén aprendió más rápido: sus amigos lo invitan a ver revistas de mujeres desnudas detrás de alguna tumba del panteón de La Leona, escondidos de los ojos que pudieran acusarlos y hacer de ellos una vergüenza ante sus padres. Efrén entonces piensa en Pilar, en ese cuerpo que recibe entre sus brazos cuando, luego de clases, caminan del Miraval a la Carolina y pasan por el Callejón del Diablo. No les da miedo porque se tienen a sí mismos, toman sus manos y en la primera entrega de la noche corren –sin soltarse– para romper el temor y amarse en su adolescencia.
Salen de clases a las siete, ya a oscuras, y se encuentran en la entrada del estadio Miraval. El primer beso surge detrás de un árbol, sobre Madero, debajo de la doble sombra: la de la noche y la de la copa del enorme sauce, mudo testigo de sus primeras insinuaciones. “¿Cuándo lo haremos?”, pregunta él. “Déjame aprender”, responde ella y estampa sus labios en los del muchacho. Luego ella: “Ya casi, Efrén”. Se miran entonces y creen amarse, estar hechos el uno para la otra.
Pilar se sonrojó esta tarde; Efrén estaba nervioso y olvidó comprar los condones que su tío, a falta de un padre, le recomienda cada vez que está ebrio. “Cuando metas tu pito, ponle máscara, hijo. Con quien sea. Porque, una de dos: o la embarazas, o te joden la vida de otra forma: con una enfermedad”. Y lo olvidó por completo.
A las cinco cincuenta Pilar camina por la avenida Centenario, mientras Efrén aguarda afuera del mercado de la Carolina. Ambos se sienten nerviosos, como si fueran desnudos por la calle en cumplimiento de alguna penitencia. Pilar cuenta los pasos y nada hay que exista sino el único rumbo, ese donde la aguarda el joven que habría de amarla no sólo por esa tarde, sino “durante el resto de mi vida, palabra”.
Pilar observa con sus ojos de eternamente virgen, le sudan las manos, piensa en las palabras que debe decir, los gestos que debe entregarle a quien “quiero amar y que me ame siempre”. En cada paso siente el roce de la ropa con su cuerpo; comienza a sentirse poseída por alguien que no es ella.
“Ahí está”, susurra Pilar cuando ve a Efrén sentado sobre una barda, distraído, tratando de encontrar la forma exacta de tomar el cuerpo de Pilar. La conexión de ambos: Efrén levanta el rostro y automáticamente lo gira a su derecha. “Ahí viene”, piensa, y sonríe por dentro. Se miran desde los cincuenta metros que los separan ahora. Efrén se levanta, toma una flor que robó y la sujeta como si fuera el boleto de entrada al teatro de ensueño que es ahora el cuerpo de Pilar. Pilar, la siempre virgen, está perdida en su pensamiento. No se da cuenta de nada y únicamente Efrén existe. Sus pasos la confunden: Pilar no sabe si debe detenerse y esperar a que su amado se acerque a ella, o acelerar el ritmo y quebrar de una vez por todas el hielo de su pudor.
Efrén la mira: “Es ella”, piensa, sin saber que lo piensa. Pero algo no está bien, algo ha fallado y sólo él escucha las sirenas de tres patrullas deshaciendo la tarde. Tres asaltantes en fuga, a bordo de un auto oscuro, son suficientes para romper el sueño del amor. Pilar no escucha, sólo mira a Efrén, quien algo grita pero la mujer no lo oye, no puede. En el fuego cruzado Pilar muere como debía morir, ya fuera en este momento o años más tarde: virgen y con el corazón destrozado. Una bala de AK-47 ha perforado la blusa, el corpiño, la carne; quedará por siempre en el nido de sus latidos. No se dio cuenta de su muerte; Efrén sí.
Pilar está tendida en medio de la calle y bajo su cuerpo un charco de sangre se expande lentamente. Efrén se ha desmayado. Cuando reaccione, llorará el resto de la noche… y de sus días. Los periódicos de mañana y los noticieros de esta noche dirán que una adolescente fue alcanzada por una bala perdida durante un enfrentamiento entre la policía municipal y un grupo de hampones. “Los presuntos culpables lograron darse a la fuga.”

lunes, 15 de marzo de 2010

Yo también prefiero esa compañía



Elpidio Lasotras

Para Ibán de León, por las batallas perdidas
A “labanda”

Esa mañana desperté en una habitación extraña, al lado de una mujer extraña. Estaba semidesnudo, con un golpe de resaca que apenas si me permitió recordar alguna escena de la noche anterior. Volví la mirada hacia mi compañera. Dormía. En vano quise llamarla por su nombre…
Mientras hurgaba en mi memoria a corto plazo me sorprendieron sus ojos, acaso con un ligero toque de pudor. Se perdió debajo de las sábanas y pude darme cuenta de que estaba desnuda. Acerqué una mano para intentar hacerme de su piel, sin mucho éxito. Mis dedos temblaban igual que si algún lejano temor los recorriera; tenía los labios partidos y sentía como si una piedra golpeara constantemente mi cabeza.
En el cuarto había un desfile de envases de cerveza vacíos, colillas de cigarro regadas por todo el piso, una botella de whisky sin terminar sobre un buró, pegada a un cenicero, y un par de condones usados junto a las pantaletas de la mujer. Cómo había llegado ahí era algo que no recordaba en ese momento. No me sentí con deseos de preguntarle nada personal a esa mujer; sólo me limité a cuestionar la posición del baño.
–Sales del cuarto y a la izquierda, enfrente –respondió, sin mirarme.
Cuando me puse de pie comprobé que aún seguía mareado, apenas si me podía sostener por mis propios medios.
El color de mis orines tenía un tono cobrizo y un ligero ardor, al expulsarlos, me arrebató un quejido.
Lavé mis manos y, al ver mi rostro en el espejo, recordé parte del día anterior.

Llegamos a El Farallón pasado el mediodía. Éramos tres: mi amigo el poeta, José y yo. Aún no era tiempo de consumir porque la cerveza estaba tibia y no había nada que ofrecernos para comer. Aun así, decidimos aguardar y solicitamos unas Victorias y vasos con hielo. Los tres nos hallábamos ebrios pues la noche del viernes y madrugada del sábado habíamos bebido whisky como irlandeses.
Tres semanas antes había sido lo mismo, en la misma mesa. Beber hasta que el cansancio haga mella y uno se quede dormido o, por el contrario, solicitar amor a cualquiera de las muchachas libres que anuncian el recorrido de la tarde cuando sus olorosos perfumes se van debilitando.
Solicitar amor.
El día ya había tomado forma y otros como nosotros estaban esparcidos a lo largo y ancho del salón. Cigarro tras cigarro, cerveza tras cerveza, el sábado ya era parte de la memoria instantánea. No es posible anular los recuerdos así como así. Nunca es posible.
Una muchacha de minifalda negra y blusa fiusha rondaba por las mesas. El poeta la miró y le hizo una seña con la mano para que se acercara. Me imagino que entonces eran las seis de la tarde. La carne maciza de la mujer, su cabello lacio, los ojos de animal inquieto antes de ser sacrificado, hicieron que mi amigo tomara el amor en sus manos sin dejarlo ir fácilmente. José llevaba rato hundido en sus pensamientos y de golpe se puso de pie. “Me voy”, dijo. En seguida salió.
Hay una laguna en mi mente que me oculta ciertos detalles de aquella tarde-noche. Por ejemplo: no sé en qué momento la mujer con la que desperté el domingo llegó a mi lado. Y más: no sé si fui yo quien la abordó. Lo que sí recuerdo es la urgencia de mis manos por su cuerpo, ahí, ajeno a todo. Mi amigo y yo, solicitantes de ese amor repentino, de esa compañía para hombres solos. Recuerdo también el sabor de sus besos, mezcla de cerveza y cigarro. Sus ojos frente a los míos. Me acuerdo de ella sentada en mis piernas, igual que la chica de blusa color fiusha en las del poeta.
–“Esa compañía me gusta más que cualquier otra –me había dicho mi amigo, un día antes, en el centro, al referirse a las ficheras–. No sé por qué… Tal vez porque es pagada.”
Yo también prefiero esa compañía. Amar mientras ese amor sea sostenido por el dinero. Amor en cifras, en botellas vacías, ordenadas con una servilleta en la boca del envase para dar cuenta de los litros de besos y caricias a que uno tiene derecho. Amar a empujones, tambaleante, sin que ellas te culpen de sus tragedias: ellas son también, al final, silenciosas copas en donde uno se bebe la memoria, lento, con la garantía del olvido a la mañana siguiente. Es un amor sin culpas, sin odio, sin principio ni final y el cual es posible retomar a medida que la soledad le muerde el corazón a uno.
Supongo que ésa fue la razón por la que ella y yo dormimos juntos aquellas primeras horas del domingo. No tengo la menor idea de la hora en que abandonamos el bar. Supongo que el miedo a la noche se vuelve nada en la piel de una mujer. Supongo que somos una vieja mansión en donde todas las madrugadas conviven los fantasmas de la ausencia.

El domingo es el día más triste y jodido de todos. El domingo debería suicidarse.
Salí del baño y encontré a la mujer vistiéndose, con los senos al aire. Cómo llamarla si no me era posible recordar su nombre. Cómo decirle cualquier cosa si en sus ojos había también un aire de indiferencia.
–¿Te acuerdas de mí? –preguntó cuando comencé a ponerme mi ropa.
–Sí. Te conocí en el bar, ayer.
Quise aproximarme para tomar su cuerpo, volver a poseerla; pero no tuve los arrestos para hacerlo. En cambio la mujer sí se acercó a mí. Encendió un cigarro, le dio un par chupadas y en seguida lo puso en mi boca.
–Si te vas a ir –dijo sin mirarme–, vete ya. Porque si te quedas un rato más, ya no te dejaré libre.
En ese momento salió de la habitación. Examiné con la mirada cada rincón del cuarto. Tomé los cigarros y la botella de whisky. La muchacha estaba en la cocina. Quiero creer que no se dio cuenta cuando abrí la puerta y salí, sin hacer ruido.
Me habría vuelto únicamente porque el sol era insoportable. Pero no lo hice.
Logré saber que estaba en Temixco por las leyendas en las puertas de casi todos los taxis. Abordé un camión en la carretera federal y me hundí en el último asiento. Abrí la ventana y un aire caliente golpeó mi rostro. Me pregunté qué había sido de mi amigo el poeta y su compañera. Acaso se repetía la misma escena, lejos de ahí. Bebí un prolongado trago de whisky y sentí cómo el domingo comenzó a enredarse en mi cuello.

lunes, 8 de marzo de 2010

El ladrón de miradas

Pachucosoy

Todas las mañanas salía perfectamente arreglado, el cabello peinado con máximo cuidado, la cara limpia y con ropa llamativa, por lo regular en amarillo o naranja, siempre ropa casual. Yair, como se llamaba, era un tipo algo alto, pero sin exagerar, atractivo a las mujeres y de un cuerpo ligeramente delgado. Todas las mañanas, salvo los lunes y martes, se levantaba a las diez, desayunaba, se arreglaba durante dos o tres horas, pues tardaba algo de tiempo en mirarse al espejo, no sólo porque corregía hasta el más mínimo error, sino porque se entretenía mirándose al espejo. Después se distraía viendo los programas matutinos o escuchando algo de música para finalmente salir a las cuatro y media. A veces iba a Plaza Cuernavaca, de moda en esos días, pero no siempre. En ocasiones iba al centro. Siempre daba varias vueltas congraciándose de que lo voltearan a mirar. Entre los amigos de la colonia decía que no sólo eran las mujeres, sino que también los hombres y niños; se consideraba –y con cierta razón– un espectáculo en sí mismo. Después de haber dado las vueltas que consideraba suficientes, o de haber encontrado a la víctima ideal sólo decía “hola” a la primera mujer que encontraba, mientras esbozaba su famosa sonrisa, y le decía: “Te espero en el café del Sanborn’s”. A menos, claro, que estuviera en el centro, en cuyo caso elegía La Universal Hecho esto se dirigía a su lugar favorito, donde pedía un café y esperaba. Rara vez la mujer a la que le había hablado llegaba ese mismo día; pero frecuentemente iban al día siguiente, la semana posterior o incluso después de un mes. Más de una ocasión ocurrió que no recordara algún rostro. Una vez que entraban, sonreía. Si ellas saludaban y se sentaban con él, sabía que había logrado su objetivo; si no, sólo se sentaba con ellas. Solía declarar orgulloso: “Jamás me han corrido de una mesa”. A Yair le gustaban las mujeres de entre 16 y 20 años; algo normal si consideramos que su apogeo lo vivió al terminar la prepa y un par de años más, pero prefería estar con mujeres mayores, de unos 30 años; decía que a las “niñas” no les gustaba pagar, mientras las señoras ni se ofendían cuando él, en lugar de pedirles, tomaba de sus bolsos lo que quería. Yair prefería a las mujeres casadas. Cuando las abordaba no le importaba que fueran con niños, acostumbraba decir que era el hombre más afortunado de la Tierra. Decía: “Escojo a las mujeres más buenas y no sólo me las tiro, sino que les cobro. ¿Soy o no soy un machazo?” Pero, como todo en esta vida, se le fue acabando. Antes de los 25 siempre solía andar lleno de dinero y sonriente; después empezó a cambiar. El dinero se le iba haciendo menos, hasta que una Navidad, en plena borrachera, confesó: “Ya no es igual… Podría tener más varo si me revolcara con mujeres más viejas o feas, pero lo que realmente me encabrona es ya no robar miradas”. El tiempo pasó y se llegaron a escuchar rumores de que el Yair se había metido con algún tipo o que lo levantaba un don de dinero, pero de eso él nunca dijo nada, ni siquiera durante la briaga. Pero eso no fue lo peor. Lo peor, como se suponen ustedes, fue el día que lo agarraron por sacarle los ojos a una chavita de 16 años afuera de Plaza Cuernavaca. Era una niña relinda, según dicen, sin embargo lo increíble fue la declaración del Yair: dijo que lo hizo porque estaba triste. Nunca pude entender esto hasta que después de un rato se olvidó el chisme y se pasó el alboroto. Lo fui a visitar a la cárcel. Ahí me contó que ese día él tenía ganas de ligar; hacía mucho tiempo que no tenía una chavita de las que le gustaban. Le habló a aquella niña, hasta la invitó a comer y él había pagado. Pero al final, cuando se lanzó, la vieja le salió con que estaba muy viejo para ella. “¿Lo puedes creer, muy viejo?”, me dijo todavía indignado. Yo no se lo quise decir, pero un tipo de 30 años también me parecía muy viejo para esa chavita. Continuó diciéndome: “Además eso no hubiera pasado si ella no me hubiera dicho que hasta le costaba trabajo verme”. Recuerdo ahí sus palabras exactas: “¿Lo puedes creer, vieja desgraciada? Decirme que le daba trabajo verme… A mí que soy un ladrón de miradas”. Me dijo que sacarle los ojos a una vieja que ni sabía pa’ qué servían no debería ser un delito, me compadecí de él, total me regrese para la casa, la verdad no creo volver a verlo.

Cruces amarillas

53

Cacahuaizquixochitl,
zan tonnetlanehuilo,
ticahualoz,
tiyaas, xiomoas.

(“Preciosa flor de maíz tostado,
sólo te prestas,
serás abandonada,
tendrás que irte,quedarás descarnada.”)
Cantares mexicanos

Te llamas Yareni N. y te gusta platicar con los muertos. A las tres de la tarde, te deslizas automáticamente por el cementerio de cruces amarillas. Mientras el aire fresco de las jacarandas invita a bailar los telares de tus ropas, te deslizas y cantas, como un fantasma marino sobre las aguas del silencio. Tu boca comienza ataviarse de flores, de hormigas rojas y caracoles dorados. Cantas porque tu corazón te lo pide, porque tus manos, ayer crucificadas, lo necesitan; porque tus muertos sembrados como semillas de cacao, te están escuchando. Tu cabello negro, tus ojos de lagartija azul, tus aretes de pluma verde… también cantan y danzan sobre tu cuerpo.
Cada año vienes a colocar flores sobre la tumba de la tía “chofita”. Pero como te molesta ver a tanta gente en los panteones (ellos también asisten a dejar cruces de pericón para sus muertos), esperas dos o tres días después para no encontrarte con nadie.
Así tu memoria puede viajar sin distracciones. La tía “chofita”… ella te enseñó a tejer, a convertir la tierra en lodo, a viajar a otras dimensiones mediante el sueño, a no tolerar las injusticias y a comer dulces de coco. Un día te compró una resortera para que jugaras con El Negro (su hijo). Tú preferiste recolectar alacranes, robar los cigarros del abuelo y fumar detrás del chiquero (aquel donde murió tu tío Daniel, a quien nunca conociste) .
La recuerdas y piensas en el bello momento de su muerte prematura. “El sinsabor de los años y el deterioro del cuerpo (siempre haciéndose más lento después de los cuarenta), no ocuparon la inquebrantable fuerza de su vientre.” Mientas la recuerdas cantas, y llevas agua para las flores, para humedecer las cruces, regar la tierra y barrer la hojarasca.
Cantas cuando enciendes la primera veladora. Te sientes observada y eso comienza a inquietarte. Sin más, el panteón comienza a poblarse de personas, todos dicen cosas indescifrables. Algunos llevan grandes rollos de pericón, otro toca una guitarra, hay uno que llora discretamente, y una botella de tequila que reparte su esencia al grupo de hombres que la circulan… De pronto, ahí está ella, sentada, con la sonrisa transparente como el aire. Acomoda los floreros, no menciona palabra alguna. Te parece ilógico, irreal, inconcebible. Ya casi habías olvidado cómo era. Te acercas a ella y tu boca tiembla; has dejado de cantar…
Ahora estás junto a ella, ambas acomodan las flores y atan las cruces de pericón a las de madera. El agua en las cubetas juega con movimientos tenues y hace temblar las ramas de los árboles. Tú, Yareni, la observas a ella y se apacigua tu corazón.
La miras y su nariz comienza a desprenderse, el cabello se le vuelve un manojo de arañas que al instante se ocultan bajo la tierra, se le cae la piel a pedazos… sigue en movimiento. Ahora su esqueleto comienza a hablar en una lengua que nunca habías escuchado, pero comprendes todo lo que ha dicho.
Se te cae un brazo y es ahí cuando despiertas…
Ya no te llamas Yareni. Ahora eres Mariana. Es de madrugada y la ventana de tu cuarto está abierta; como si algo o alguien hubiera entrado, ¿o salido?...

domingo, 7 de marzo de 2010

Un día con Samanta

Elpidio Lasotras

A ellas

11:53: Despierto. Me duele la cabeza, tengo ganas de vomitar, estoy un poco mareada, acostada bocabajo sobre mi cama. Sé que es mi cama porque veo la funda que mi abuela me bordó antes de venirme a vivir a Cuernavaca. “Siquiera pa’ que te acuerdes de uno en las mañanas, m’hija.” No quiero levantarme todavía. ¿Qué horas serán?
12:36: No pude comer nada, lo devolví todo. Yo no sabía que hacer eso la ponía a una así de mal. Mi papá a veces llegaba así a la casa y al otro día despertaba quejándose. Debe ser que también le daba esta misma dolencia que me cargo ahora.
13:07: Ésta no es agua de río, no es el agua de la poza donde nos bañábamos todos, cuando dejaba de llover y el río se iba haciendo chiquito. Mi hermano Octavio daba el grito: “¡Ya se ven las pozas, vénganse rápido!” Íbamos rápido. Toda la tarde mojándonos, agarrando piedras para aplastar sapos. Toda la tarde metidos en esa agua. Y ésta no es como aquélla; sólo me moja el chorro que me cae en el cuerpo; siquiera me lavara el pecado. Yo no soy mala.
13:48: No tengo ganas de ir, todavía no me repongo de lo de anoche. ¿Todos los días va a ser lo mismo? Pero debo ir, ganar más centavos porque mañana –primero Dios– tengo que ir a ver mi mamá y a mi abuelita. Les prometí algo para comprar maíz y pollo en la semana. Los domingos no abren ahí donde trabajo y voy a aprovechar eso para volver a mi casa, la que sí es mi casa.
14:52: Aquí estoy otra vez. Es mi sexto día y ya no me da tanto miedo como al principio. He conocido gente, hombres que la quieren besar a una todo el tiempo y dicen palabras bonitas. Aquí se llama El Farallón, hay muchas mesas, otras mujeres que también vienen por dinero de los hombres que se emborrachan con nosotras. No son buenas todas, sólo Sonia y doña Cándida, la que cocina. El primer día me vio llorando y sintió pena por mí. Me lo dijo.
15:21: Acaban de llegar tres hombres. Se sientan lejos de nosotras, cerca de la barra. Tienen calor porque se sacuden las camisas y resoplan en sus pechos. No quiero ir con ellos todavía, se ven malas gentes. Pero eso a Roxana no le importa y ya fue a besarlos. A mí me da vergüenza besar en sus bocas a los hombres que vienen pero debo hacerlo para que me den más dinero. Tengo hambre.
15:56: Ya hay más clientes y yo todavía no me atrevo a pararme de esta silla. Sonia no ha llegado, ella es quien me ayuda a acercarme a los señores que vienen a comer y emborracharse. Ella es buena, pero no está y no me dan ganas de ir sin ella. Y ya vi que uno me suelta risitas, me hace señas… Dios me cuide.
17:00: Los besos de cigarro me saben a mi padre. Cuando llegaba borracho me cargaba y me besuqueaba porque decía que yo era su querencia. Nunca les hallé el gusto a esos olores y ahora me besan con sabor a tabaco y a cerveza. Mi boca está llena de sus vicios y también debo tomar cerveza o de la botella que tienen. Yo no sé fumar bien todavía, me ahogo, toso. Pero aquí les gustan más las que toman y fuman y se dejan agarrar todo el cuerpo. Las manos en el cuerpo me duelen, me hacen pensar que soy mala, que le falto a la memoria de mi padre. Pero me dan dinero si me dejo.
17:51: Doy vueltas y vueltas y vueltas sin moverme. Yo beso a este hombre, dejo que me acaricie mis pechos, mi vientre, mis piernas, lo que tengo en medio de las piernas… Ya me gusta la cerveza y también los hombres porque dicen que me quieren. Nadie me ve, nadie sabe que ésta es mi nueva vida, nadie conoce mi pueblo, a mi familia. Los besos de cigarro también me gustan.
19:03: Siento sus dedos tocándome ahí y me escurre como un jugo agrio. Siento sus labios apretándome las puntas de mis pechos. Todos bailan, todos tomamos cerveza o licor, todos ríen y nadie está triste; yo no estoy triste. Así como estoy me escondo de todos, es como si tuviera una piedra encima aplastándome los huesos. Tengo calor.
20:16: Me cuesta trabajo respirar, no siento mi cuerpo, me voy a romper.
21:32: Escucho voces de todas partes, música de todas partes, risas de todas partes; alguien me aprieta la panza y mi boca me sabe amarga. En dónde estoy. Por qué me siento así.
22:22: No escucho nada. ¿Qué es aquí, mamá? Perdóname, mamá. Por qué no hay nadie. ¿Quién me habla, qué me dice? No tengo ropa, mamá. ¿Qué me están haciendo, abuelita? ¿Por qué ese hombre me golpea la cara? No soy mala. Mi boca sabe a hierro, un líquido rojo me escurre por la cara y por el pecho. En dónde estoy ahora, adónde se fueron todos, qué pasó con la música… Se me escapa el aire, mamá. Mañana voy a ir a verte, ya tengo tus centavos. Avísale a mi abuela para que me haga un caldito de gallina, mamá.
23:57: (Telón)