viernes, 26 de febrero de 2010

Ahora se llama El Danubio Azul

Elpidio Lasotras
Las puertas como las de El Danubio sólo las había visto en películas de vaqueros. Tenía ocho años entonces. Los señores y yo comenzamos a entrar y me encontré con un lugar oloroso a cigarro y a pescado; a la izquierda, una barra dejaba ver tras su estructura a un hombre vestido con pantalón negro, camisa blanca y moño también negro (tiempo después supe que era el propietario); a la derecha, pegada a la pared y a mitad del salón, una rocola tocaba canciones norteñas; a lo largo y ancho del lugar, varias mesas eran ocupadas por hombres en compañía de algunas mujeres que llevaban faldas cortas; al fondo, el olor a orines proveniente de un cuartito me indicó la posición del baño, y junto a éste había otra puerta, donde estaba la cocina.

martes, 16 de febrero de 2010

miércoles, 10 de febrero de 2010

Sin título


Lázaro Montaño M.

Buganvilias


Pachucosoy


Es curioso cómo la luz puede cambiar las cosas de forma tan drástica. Esto lo noté cuando era niño. En el camino a la escuela había un grupo de buganvilias de diferentes colores: amarillas, rojas, blancas y moradas. Durante el día sus colores hacían el camino mucho más agradable. Todas las mañanas, al ir y venir de la escuela, me quedaba viendo un instante el arco que algún jardinero había formado con ellas sobre la banqueta, eran realmente bellas. Sin embargo, durante la noche se convertían en una cosa completamente diferente, los colores prácticamente desaparecían y las sombras de las ramas –y las ramas mismas– formaban un túnel siniestro sobre la banqueta. Recuerdo que por las noches siempre apretaba el andar al pasar por ahí.

La sangre durante el día es algo que siempre me ha parecido desagradable. Su color me provoca náuseas y me torna el rostro pálido; su olor me marea. Pero, como con las buganvilias, la luz o la falta de ella produce cambios en la forma en la que se percibes las cosas. Con la sangre no lo descubrí hasta la juventud, ahí en la antigua bajada de San Antón; una bajada pronunciada, torcida y empedrada. Un idiota quiso asaltarme con un desarmador; me resistí, peleamos, sentí la sangre del asaltante en mi mano. Salió corriendo. Me sentí satisfecho… complacido. Llevé mi mano a la boca, saboreé la sangre: era dulce, tibia. Al poco tiempo me mudé de ahí y cambié esa bajada por otras, pero no podía olvidar el sabor de la sangre en mi boca ni la sensación de satisfacción. Quería repetir ese momento. Así que me fui a la Plazuela a tomar unos tragos. Pedí vino hasta que la madrugada me alcanzó y sentí que no sería suficiente. Caminé por Guerrero, donde otro como yo caminaba frente a mí. Justo cuando pasábamos por la “Lido” le di, con todas mis fuerzas, un golpe en las costillas y no me detuve hasta sentir una cantidad considerable de sangre sobre mis manos; la bebí. No sé qué le paso a él ni a los que siguieron, sin embargo sé que la sangre me sigue mareando durante el día y las buganvilias me provocan miedo durante la noche.

Nada más doscientos


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¿Cómo se llama una flor que vuela de pájaro en pájaro?
Neruda

A Yuriana

La masturbación del sol concluye en una eyaculación diáfana derramada sobre la espalda de la noche. Ha renacido el día.
En su casa, Samanta despierta, se levanta desnuda de la cama. Los ojos, empequeñecidos; la boca, una mezcla de salivas ajenas, envueltas en una resequedad inquietante. Camina por la habitación, atraviesa una pequeña sala y se dirige hacia la cocina, en búsqueda de un líquido cualquiera. A sus treinta y dos, y pese al desgaste nocturno de su cuerpo en venta, las piernas y los glúteos de Samanta poseen aún la firmeza de algunas construcciones de la época colonial (viejos edificios que han olvidado para qué fueron construidos); sólo los senos cuelgan lánguidamente como columpios vacíos.
Bebe un poco de agua mineral. “Mil doscientos y una salida… ¡buena ganancia la de anoche!”, piensa mientras se traslada descalza nuevamente hacia la habitación.
Ahí se encuentra él, durmiendo sobre aquella cama de incontables y deliciosos encuentros lascivos. Sus diecisiete años parecen pesarle en demasía. Descansa profundamente. Ella lo mira, disfruta observando aquella juventud resplandeciente. Piensa, como otras veces, en un nuevo comienzo, en retorcer el tiempo, en exprimir los meses y los años para volver a ser ella misma. En volver a besar con la sensación ficticia de estar enamorada. Él le ha convidado aquella sensación en este encuentro lunático, tangiblemente extraño… Ella no logra explicarse por qué el peregrino visitante disipa el efecto de soledad que hay en las telarañas de su cuarto.
Esa noche llegó él al bar con dos de sus primos (mayores que él). Las credenciales falsas son demasiado útiles y no muy difíciles de conseguir. No hubo problema alguno para el acceso al bar, aunque también es importante mencionar que se trata de un lugar de mediana categoría. Muy conocido porque algunas de las “muchachas” proceden de diversas regiones de la República. Así “hay mayor variedad en gustos”. Los tres pidieron cervezas y compañía femenina, de esa que cuesta varias monedas. Bebieron, bailaron, intercambiaron parejas, besos y toqueteos. Al final él había solicitado a Samanta la necesidad de estar a su lado. Acordaron el precio: “Quinientos pesos”. Y sería en la casa de ella. A Samanta le inquietaron las manos de aquel jovenzuelo. Pero, sobre todo, se dio cuenta que sabía escuchar y no ser escuchado, como los otros. Al hablar, cada palabra que él decía, si bien no era la necesaria o la correcta, era la adecuada, la que ella había deseado escuchar por mucho tiempo.
Se despidieron del grupo, los primos confiaban en ella, otras veces ellos mismos habían alquilado sus servicios. En el camino (la casa quedaba sólo a unas cuadras del bar), ella comentó sobre los hombres que creía haber amado; el primero la dejó y le quitó a su hijo; el segundo llevaba a sus amigos a la casa y la hacía interactuar sexualmente con ellos, y el tercero “se fue al otro lado”, según para que los dos vivieran mejor y se compraran una casa. Ella adquirió la deuda del pasaje; su marido no volvió. “Tuve que entrarle a esto para seguir adelante y ya ves… no me puedo quejar, gano bien…”
Una sonrisa y un beso silenciaron a Samanta, el joven era inquieto, un tanto travieso, inmaduro y hasta infantil. Pero, lejos de serle molesto, a ella le agradaba. En el trato que él le daba se conjuntaba la vida entera de Samanta: puta, amiga, consejera, madre, amante, perra… De pronto se sentía contenta.
Al entrar a la habitación todo se dio por sí solo. En aquel recinto la excitación llega por sí sola, todo está cubierto por el aroma de sus piernas. El hombre que ahí entra no vuelve a ser el mismo. Hay quienes lo atribuyen a hechicerías o a la imagen de la Santa Muerte, siempre cubierta de flores o manzanas. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero sus movimientos, llenos de erotismo, y la manera de chuparla, son inmejorables. Lo extraño de esta ocasión es que ella no sólo había experimentado las sensaciones que vende, si no que algo más se había movido en su interior; como cuando iba a la preparatoria: sólo por ver a un compañero que ella supuestamente amaba. Nunca se lo dijo. Pero la vida le presentaba esta nueva oportunidad, extraña y mucho, pero cuánto tiempo había pasado sin sentirse viva. Sin contemplar desde todas las perspectivas un objeto y creerlo suyo. Ahora pensaba en invitarlo a quedarse al desayuno, tal vez salir juntos para traerlo a casa. Ella sabía que las convulsiones de aquella noche en el cuerpo del joven ayudarían a una respuesta afirmativa. “Él pensará en más sexo”, se decía. Quería tener algunas horas más con aquel acompañante, quizá hasta podrían ver una película o salir a pasear. “No se ve tan niño”, pensaba y se reía. Reía en el momento que el joven abría los ojos y movía el torso hacia la dirección donde ella se encontraba. Pensó rápidamente en comentarle lo del desayuno, se abrió su boca y sonaron las siguientes palabras: “Nada más dame doscientos y ya vete, por favor”.

martes, 9 de febrero de 2010

El Tigre, la puta y el ropero


Elpidio Lasotras

No voy a decir el nombre real del personaje de esta historia para no afectar los intereses de su familia, pero supongamos que se llamaba Cecilio. Sí. Cecilio Villegas fue un tipo bastante conocido en el primer cuadro de Cuernavaca, donde ejercía el oficio de bolero unas veces, y en otras la hacía de cantor y guitarrista en restoranes de medio y alto pedorraje. Lo de bolero fue herencia de su padre; lo de cantor, de su abuelo.
Esto me lo contó don Romualdo Pérez Capistrán, viudo de doña Carmen González Heredia de Pérez, una tarde en que paseaba, elote en mano, por el quiosco del centro. El viejo estaba medio dormido sobre una banca, al amparo de las bendiciones de las palomas, y me senté a su lado. Cuando se dio cuenta de mi presencia me saludó, prendió un cigarro y luego de acercarse un muchacho para ofrecernos lustrar nuestros zapatos (le dijimos que no), me preguntó:
–¿Te acuerdas de El Tigre?
–No –respondí, sin hacer el menor esfuerzo en recordar–. ¿Cuál tigre, don?
El Tigre, que boleaba y también le hacía a la cantada.
–Ah, ¡pos cómo chingados no me voy a acordar, si me puse algunos saltapatrás con él allá donde las muchachas!
–Era de buen pistear y comer ese cabrón, a pesar de lo flaco que estaba.
–Bueno, ¿y a qué viene todo esto? –creció mi curiosidad.
–Ah, pues ése –señaló al lustrador que acaba de ofrecernos sus servicios– es su hijo, que tuvo con doña Pachita, a la que no le hizo caso y al chamaco no lo reconoció como tal. ¿Te acuerdas?
Claro que me acordé. Don Romualdo me contó de El Tigre en ese momento precisamente por la presencia del descendiente y porque era buen amigo suyo.
Como ya lo dije, algunas veces llegué a echarme mis pulques con ese Tigre, ya fuera con Abel o meramente nos íbamos hasta Huitzilac a chupar de la teta. Cecilio (a) El Tigre era de ojo alegre y nomás veía carnes femeninas ya soltaba uno que otro piropos. De ahí le vino el apodo: se enamoraba de una y de otra y de cuando en cuando conseguía cita pero, al cabo de unos días, volvía, tristón, y decía: “Una raya más al tigre… Ni pedo”.
Pero un día se le terminó la mala suerte. El Tigre solía leer (sobre todo ver) revistas para caballeros de media monta. Le encantaban las mexicanas porque las sentía más palpables, como si en cualquier momento pudiera encontrarse con alguna de esas damiselas que se muestran descalzas hasta el cuello y entonces hacerle cariñitos. Una de estas chicas, aparecida en esas publicaciones, se le metió hasta la mera vena y no paraba de mirarla. De buen ver, la mujercita sonreía como si fuera una niñita-inocente-pura; pero luego veía uno su género expuesto y nomás esa inocencia se hacía cachitos del buen uso que –a leguas se notaba– le daba la muchachilla esa. Sin embargo Cecilio, cuesta creerlo, se enamoró de esa chica, de ese retrato.
Romualdo me contó que le contó un tipo al que le contaron dos sujetos que estuvieron aquel día en El Sótano de Garibaldi –una botanera del centro donde sirven buen ceviche, por cierto–. Llegó El Tigre esa tarde, con bastante apetito. Acomodó el cajón en una silla y cuál fue sorpresa: a dos mesas, esperando galán, se topó con una mujer en cuyo físico halló parecido con el de la revista. Por las descripciones que se manejan, aquélla más bien era la versión creada por Botero y con unos años más encima. Pero igual a El Tigre no le importó y bebieron con singular alegría buena parte de la tarde. Se convenció de que era ella porque sonreía igual que la inocente (por lo menos eso han dicho los que vieron al par de enamorados). Pero Cecilio nunca imaginó que terminaría como terminó, ya en la noche. Y es que, al calor de los alcoholes y el ronroneo de las caricias y los besos, decidieron que deberían amarse de a de veras y se fueron a un hotelito de Aragón y León (con chinches y pulgas de cortesía). Entraron: se amaron, se dijeron, se ensalivaron, se hicieron… en fin, parecían dos estrenando sus cositas. Pero más tarde, cuando el buen Cecilio se disponía a echarse un “coyotito” junto a la mujer, ésta decidió que el bolerito sería uno más de su larga lista de difuntos. Sí, la tal Santanera (mote dado a conocer por sus propias compañeras) era una peligrosa asesina que se movía en diferentes ciudades según fuera el caso y de la que las autoridades andaban tras su huella.
Encima de eso, la encargada del hotel no supo decir a qué hora salió la fichera del lugar y se enteraron del difunto por un grito de una jovencita que provino precisamente de ese cuarto, al día siguiente. Según relataron, ella y su acompañante pretendían jugar a las escondidas y el que fuera hallado más rápido iba a tener que hacer el gasto de energías a la hora de la enjundia. La mujer se iba a esconder en el ropero y estuvo a punto de irse de espalda: adentro estaba El Tigre, muerto, con el cuello hecho jirones. Dicen que de suerte no se le cayó la cabeza. Así le fue a aquel amigo.
No hace mucho fui a la procuraduría de justicia nomás de chismoso a ver qué había sido del caso. Nada. Me citaron al siguiente día, y al que sigue. Una semana tardaron para decirme: “Señor, el caso de «El Tigre, la puta y el ropero» ya está archivado. No se resolvió”.

domingo, 7 de febrero de 2010

El nuevo mundo


53
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El bullicio en el patio de la escuela es ensordecedor: palabras a medias, gritos eufóricos, ruido de pisadas chocando contra el asfalto que oculta la tierra. No puedes entender tanto alboroto. ¿Recuerdas cuando lanzabas piedras a los enjambres de abejas y no corrías encrespado como tus amigos del pueblo? Sobrevenía entonces el constante zumbido, el aire se cubría de granitos negros y en medio sólo tú; siempre te sentiste orgulloso de no sentir miedo y cuánto hubieses deseado que la esposa de tu tío Gaspar (aquella a quien mirabas los pezones mientras amamantaba a su hijo) te viera ahí, erguido, valiente, como el líder de una tribu memorable, tu tribu: las abejas.
Ahora estás aquí. Es la hora del recreo y no sabes siquiera quién o qué es “Felipe Neri”, ése es el nombre de tu escuela. Pero tampoco sabes qué significa la palabra escuela porque no hablas español. ¿Qué mala fortuna te trajo a este escenario?
No tienes zapatos escolares y el frío de un día nublado se trepa lentamente en tus huaraches, tienes hambre sin tener dinero. Tu boca está seca, pero los demás niños no te permiten acercar al bebedero. Te llaman “indio, mugroso, piojoso…”; sonríes tímidamente. ¿Acaso crees que desean jugar contigo?
En ese patio una tórtola gris inflama su plumaje, indudablemente piensas en el cempasúchil que crece junto a tu casa: pecho de ave amarilla atada al suelo verde. Y acaso llegas a pensar que las niñas de piel blanca son más bonitas que rosita (la hija de tu padrino), con su pelo enmarañado, como un pueblo viejo habitado por liendres.
Era día, noche, madrugada de muertos. El panteón esperaba ansioso el cuerpo de don Gladiolo (intermediario del mercado que pagaba injustamente las cosechas de sorgo). Había humillado a tu padre en la cantina. Tu padre lo mató de un escopetazo en el vientre. “Tenemos que irnos rápido”, fueron las últimas palabras que escuchaste en tu casa y en el pueblo.

sábado, 6 de febrero de 2010

El tipo que volvía del trabajo

Elpidio Lasotras

El hombre miró la hora en su reloj quince minutos antes de las diez de la noche. Se acababa de despedir de sus compañeros de trabajo, lo habían invitado a algún bar de ahí, del centro, pero prefirió negarse. La jornada terminó a las ocho sin embargo, como cada domingo, debían descargar productos de un camión para llevarlos a la bodega de la tienda en la que labora. Con gusto habría ido a tomar un par de cervezas con los otros, pero en su bolsillo sólo había dos monedas de diez pesos. “Será para la otra”, dijo, y por un momento, como cada domingo, se sintió derrotado.
Apenas llegaría a tiempo al paradero del mercado Adolfo López Mateos para abordar la ruta 19 que lo conduciría a La Joya, donde vive. Caminó por Gutemberg y a su paso se encontró con tres hombres-mujer quienes le ofrecieron sus servicios. No dijo nada y siguió su camino. “Si tan sólo una mujer me esperara en casa… Ni siquiera eso tengo.”
Cuando pasó por un costado del parque “Cri-Cri” miró cómo una pareja de enamorados se adoraba. Se detuvo frente al hombre y la mujer y cuando éstos advirtieron su presencia, el sujeto volvió a caminar. “Si tan sólo…”, repitió y quiso fumar, pero no llevaba un solo cigarro.
En los andenes del mercado se encontró con los restos de la tarde, con los rezagados de esta Cuernavaca apática, con su propio y eterno fastidio de saberse esclavo, sus deseos de liberación largamente postergados. “Sólo con un pinche tiro en la sien me libraré de toda esta mierda.”
Subió a una vieja unidad cuya luz apenas dejaba entrever a los escasos ocupantes. Escogió un asiento arrinconado, pegado a la puerta de descenso. En el otro extremo vio a un hombre y una mujer, también adorándose. Acaso ellos no se percataron de la presencia del individuo y tal parecía que estaban solos, en algún hotel, porque no reparaban en demostrarse su amor, a juzgar por los sonoros besos que intercambiaban y el inquieto movimiento de los brazos.
Sólo cuando el chofer encendió el motor de la ruta los apasionados salieron del trance y miraron alrededor: el tipo que volvía del trabajo tenía la cabeza recargada sobre el cristal de una ventana, con los ojos cerrados. Sintió la mirada de los otros y volvió la vista hacia ellos y la mujer sonrió. En seguida se enredaron entre sí y siguieron con los besos. El camión se puso en marcha.
A la altura de El Vergel el chasquido de los ósculos pasó a convertirse en jadeos. El solitario hombre miró de reojo y se encontró con que el novio tenía una mano metida entre las piernas de la mujer, quien llevaba puesta una falda corta de mezclilla. Ahora fue el enamorado el que sonrió. Algo dijo al oído de ella, acaso consintieron que el tipo que volvía del trabajo participara del juego.
–¿Quieres? –preguntó la mujer, con las piernas separadas, mostrando su humedad.
Del fastidio, el sujeto que iba en el otro extremo pasó al asombro. En los ojos de su igual había una clara señal de aceptación ante la invitación de su acompañante. Ambos sonrieron con el trabajador y éste, luego de volver a mirar la vagina, se acercó sigilosamente.
–No te voy a morder –dijo la fémina–. Tal vez ella sí –señaló su sexo–, pero yo, no. ¿Sabes?, mi fantasía es hacerlo con dos. Esta noche deseo cumplirla.
El amante asintió con la cabeza. Hombre y mujer olían a alcohol, acaso a cerveza y un poco de tequila. El trabajador acercó su mano, la cual fue dirigida por la muchacha hacia el centro de sí. Húmeda, cálida, sintió cuando apretó sus dedos. En ese momento el invitado miró hacia los otros asientos: unos pasajeros dormían, otros escuchaban música, el chofer no se enteró de nada.
Bajaron en El Tizoc. Ella estaba poseída por esa añeja fantasía y sólo esperaba sentir ambos miembros ingresando en sus partes. El novio también parecía extasiado de ver a su mujer en ese estado. Entraron en el Motel Gaby’s. 180 pesos por los tres. Pagó la pareja.
Desnuda, la chica parecía casi una niña. Prendió la televisión y en ese momento la película en turno mostraba a una mujer que era penetrada por dos.
–Así quiero que me hagan.
Desnudos los tres. Ella no sintió el menor pudor a la hora de exteriorizar su placer. Alguien hubiera pensado que se trataba de una agresión por la forma en que gritaba. Los hombres en cambio parecían intimidados, como si se penetraran a sí mismos sin haberlo consentido antes. Pero ella…
–Vénganse adentro los dos, por favor –suplicó, la voz delirante.
La llenaron de semen. Quedó tendida en la cama, con una sonrisa de entera satisfacción. Su novio se levantó para ir al baño. El tipo que volvía del trabajo recordó en ese momento que ya no alcanzaría transporte y las monedas que llevaba no serían suficientes para pagar un taxi. Se vistió de golpe, ubicó el pantalón del otro sujeto y miró el cuello de la satisfecha.
Tomó la cartera. Abandonó el hotel casi con prisa. Nadie lo miró. Cuando el amante salió del baño halló a su pareja aún sobre la cama, muerta de placer.

El encuentro


Pachucosoy


Faltaban un par de horas cuando pensó que lo único que le gustaba de su trabajo era que le permitía ver el horizonte cuando estaba por amanecer, los tonos naranjas y purpuras en el cielo siempre le habían parecido algo maravilloso. Fuera de esto nada tenía de atractivo pasar veinticuatro horas en un edificio tan aburrido; tanto que casi se podía sentir el tiempo a través de su cuerpo, sólo para llegar a su casa a dormir para reponer el sueño perdido, pero no los sueños. Al dar las ocho de la mañana entregó los reportes a su relevo, un hombre apenas un par de años más viejo y sin embargo parecía cargar en su espada toda una vida. Cada vez que lo veía se preguntaba si así era que lo veían todos. Salió cansado, como siempre, caminaría toda la avenida desde La Luna hasta el Seguro, son sólo un par de cuadras, pero de sólo pensar en ese trayecto se sentía fastidiado, quería dormir… No pudo. Justo en la salida, mientras se quitaba la corbata, vio pasar a su lado a una cajera que siempre le había llamado la atención, iba llorando, apresuró un poco el paso y la alcanzó apenas a unos diez metros del viejo edificio. La tomó como por impulso del brazo al tiempo que le preguntaba qué le pasaba. –Qué te importa –le contestó sin pensar la cajera mientras lo empujaba. No le importó, de cualquier forma cambió su camino, en lugar de caminar tomó el mismo colectivo que ella. Se sentó a su lado. No dijo nada en todo el trayecto. Bajaron del colectivo en el centro; ahí él volvió a preguntar lo mismo. Ella no contesto.
Caminaron juntos hasta una pequeña vecindad en la calle de Clavijero. –Es curioso cómo se esconden las vecindades aquí, parecieran avergonzarse de sí mismas –le dijo la cajera; él sólo asintió. Bajaron dos pequeñas escaleras antes de estar frente a la puerta, ella abrió. Por un instante dudó de pasar y quién sabe qué hubiera hecho si ella no lo toma de la mano y lo lleva hasta su cama. Tuvieron sexo por un par de minutos. “Para no haber dormido bien ni haber comido, no estuvo mal”, pensó él justo antes de quedar completamente dormido. La cajera, aún con ganas de cabalgar y con los ojos rojos de las lágrimas recientemente regadas, lo vio cerrar los ojos al mismo tiempo que los suyos se llenaban de llanto. Estuvieron así un par de minutos; ella le habló; él no contestó. “Qué voy a hacer”, se preguntó, mientras iba por un café. Hacía tanto tiempo tratando de entender ese estúpido trabajo y ahora que por fin lo había logrado tenía que empezar de nuevo. Tomó una taza y fue hacia la estufa, pero no había nada en la olla. Llorando, regresó a su cama, volvió a hablarle a ese que la había seguido como si le importara; no le respondió. –Maldito –le dijo, al mismo tiempo que le daba dos golpes con la taza en la sien. Él no despertó. La sangre no se quitaría de sus sabanas; tendría que tirarlas.