lunes, 28 de junio de 2010

Tristes recuerdos


Pachucosoy

La noche que comencé a creer que moriría no fue el día en que me amenazó delante de todos. Estaba completamente borracha y su acompañante se la llevó avergonzado; me tiró patadas que pude evitar fácilmente. Era mujer. Era una cliente y pues son los riesgos que corre todo mesero; me insultó casi media hora. El que más sufrió era el tipo que la llevaba (ahora sé que era su amante). La mujer era pequeña y de cuerpo cuadrado. Si me preguntaran a primera vista diría que era una machorra, pero eso ahora no me importa. Recuerdo que cuando me gritó: “Te vas a morir, vato… Centro Loco”, lo único que me causó fue risa. La tuve que contener para no hacerla molestar más pero la verdad me pareció ridícula, sobre todo saliendo de una mujer de cuarenta y tantos que además estaba molesta porque según ella le estábamos cobrando una chela de más.
Pasaron un par de semanas para volverla a ver, llegó al bar, se sentó y al reconocerla le pidieron a otro mesero –para no meterme en problemas– que le dijera que se retirara. No dijo nada, se paró, se acercó a mí y me recordó: “Te dije que te voy a matar”. Me tocó con un dedo en las costillas y se fue.
La siguiente semana se paró frente a la Plazuela Bar, que es el lugar en el que trabajo, durante quince minutos hasta que me acerqué y le pregunté: “Bueno, ¿qué chingados tienes?” Me sonrió y se siguió de largo. Esta vez sí me dejó inquieto.
Habían pasado algunos meses y creí que ya no volvería a verla, hasta que un martes de esos buenos en los que las propinas se multiplican la encontré en la entrada de la vecindad donde vivo. Yo estaba en la esquina. Al verme, sólo gritó: “Centro Loco, puto…” y se fue en un carro. En verdad estaba encabronado, en ese rato realmente la hubiera querido golpear; no había nadie que me reclamara por golpear una mujer. Ella lo sabía; por eso se fue corriendo.
El temor fue creciendo. Lo curioso es que no sé cuándo se convirtió en temor: si fue cuando pintó frente a mi puerta “Te voy a matar”, justo en la casa de mi vecina que se pasó toda la semana preocupada y quejándose de la inseguridad, o el día que llamó a mi casa y comenzó a recitarme todas mis actividades de ese día… no lo sé. Pero no me podía simplemente cruzar de brazos, así que comencé a investigarla.
Me enteré de que vivía en la Estación, pero no supe bien dónde. El día que la quise seguir se pararon frente a mí como veinte tipos y me dijeron que no regresara por ahí. Uno de ellos era el sujeto que iba con ella la primera vez. Se me acercó y me amenazó: “No estamos en la plazuelita, pendejo. Mejor caile y no apresures las cosas. Todo será como tenga que ser”. Ahí reconocí el miedo pero ya estaba antes; sin embargo, ésa fue la noche que supe, que me di cuenta, de que sí moriría.
Me da pena contarlo así. De hecho, nunca se lo dije a los otros meseros, aunque creo que todos lo notaron, todos me decían de vez en cuando: “Cálmate, carnal. No pasa nada, estate tranquilo”. Pero ella cada día me presionaba más.
Volvió al bar. No iba sola; eran cerca de diez tipos los que la acompañaban. Cada uno pidió una promo y no pasó nada. Pagaron y se fueron. Dejó de amenazarme durante más de un mes, hasta que una noche me paró frente a mi casa un tipo con un golpe en la cabeza. Al voltear la vi acompañada de dos hombres. Apenas giré la cabeza, me volvieron a pegar hasta verme en el suelo. Ahí, tirado, ella tomó mi cabeza y me golpeó diciéndome: “No creas que ya acabé, acuérdate de que te voy a matar”. Los golpes, a pesar de dolorosos, no fueron graves; sin embargo, pasaba todo el tiempo asustado.
Pero lo peor fue ayer, en la glorieta de Juárez. Iba caminando cuando me tomó del brazo y me dijo: “Si volteas la cabeza te suelto un balazo aquí, imbécil”. Me oriné del miedo. Me dio un golpe en las costillas, me acostó de espaldas y comenzó a golpear sin detenerse durante un tiempo hasta cansarse. Es por eso que estoy así; al final sólo me dijo: “Y en cuanto no tengas marcas de esto, te mato, pendejo. Que no se te olvide: te mato”.
¡Ayúdeme, por favor, ayúdeme!

lunes, 21 de junio de 2010

Tragos de lirio

Elpidio Lasotras


Palabra que yo clarito vi que eran tres marranos. Ahí estaban, gruñendo y con ganas de atacarme. Por eso tuve que hacerles lo que ya se sabe…

Te vieron entrar al Sótano de Garibaldi a las ocho de la noche. Llevabas tu acordeón al frente y un ramo de flores que era para tu mujer; ya se te veía el miedo en la mirada. Te sentaste ante una mesa, junto a la rocola, y comenzaste a observar a quienes estaban alrededor. Ordenaste una cerveza mientras sonaba una canción de José Alfredo. “Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza…” De un trago bebiste la mitad de la botella; tenías sed y sentías cansancio por el mucho caminar entre las calles del Centro de Cuernavaca, de cantina en cantina, recolectando monedas a cambio de hacer sonar tu potente voz y las notas del viejo acordeón. No había sido tu mejor tarde.
Tu esposa y tus hijos te esperaban para cenar. Rosario, tu mujer, había preparado el caldo tlalpeño que tanto te gusta. Antes de salir te lo dijo:
–A ver si te apuras, viejo. Voy a hacerte tu caldito pa’ que cuando regreses te eches un plato…
Le dijiste que sí, que estaba bien. Pensaste que a las nueve estarías de vuelta y le llevarías el dinero a tu Chayito; también compraste las flores porque creíste que le agradarían. No tenías ni la menor idea de lo que se gestaba en tu mente, ni siquiera estaba en tus planes emborracharte como lo hiciste.
A las nueve y media llevabas ocho cervezas y el dinero ya no te alcanzaba para más. Por eso pediste permiso para cantar. Pronto hubo peticiones pero antes cantaste la que te gusta: “Te escribí una carta y no me contestaste./ Fui a buscarte: ya cambiaste dirección…”
“Tres por cincuenta”, le mencionaste al hombre gordo de la mesa de junto, quien se hacía acompañar por una dama. Te pagó e invitó un par de cervezas. En ese momento se te acercó Roxana, la fichera cuarentona de grandes senos. Te agradaron sus ojos al tenerla de cerca.
–Qué bonito cantas, hombre…
–Gracias –dijiste apenas sin dejar de mirarla a los ojos.
–¿Me puedo sentar?
–Sí. Pero te advierto que no traigo para pagar tus tragos, el día ha estado muy jodido y no ajusto para comprar otros vicios que no sean los míos.
–Hombre, no vengo a “sangrarte”; me dieron ganas de platicar contigo. Por tu voz, ¿sabes? Te cargas buena voz.
Un cliente se puso de pie y caminó hacia la sinfonola. Mientras elegía las canciones no dejaba de ladearse y observabas cada uno de sus movimientos. Parecía que en cualquier momento se iría de espalda. De repente sentiste en los tuyos los labios de Roxana, suaves y fríos por la cerveza. Ahí estaba su mirada a escasos centímetros de la tuya. Te separaste. Probaste el sabor de su bilé y miraste hacia el piso.
–Pídete una, pues –diste tu mano a torcer.
El Señor de las Sombras sonaba pleno: “Siéntate a mi lado, mi reciente amiga./ Tómate una copa, mientras escuchamos aquella canción…”
–Es el más grande –hablaste, quedito, como si sostuvieras una conversación contigo mismo–. Nunca va a haber otro como él… el más grande, Javier Solís –la espuma de la cerveza comenzó a hacerte olvidar el coraje por el dinero no obtenido.
Te perdiste un rato en los ojos de Roxana, en su agua quieta, al tiempo que ella correspondía a tu encantamiento sin parpadear. Sus labios mostraron la sonrisa que te dejó temblando de pura rabia por no tener billetes para llevarla a otro lado saliendo de su turno. “…Tú no me conoces, ni yo te conozco,/ pero este momento quiero ser tu amigo por una ocasión…”
¿Te acuerdas?

No sé por qué razón no la invité a seguir la fiesta en otro lugar. Habría sido mejor dormir con ella y volver a casa en la mañanita. Pero uno es pendejo siempre y así se anda todos los años…

La cerveza número quince te supo a poco. Por eso alzaste la botella para que te llevaran otra. Un hombre llegó a tu lado y te pidió que cantaras la que le llega, la misma que le recuerda a su chatita muerta. Te puso un billete en frente para que la repitieras tres veces. “Trigueñita hermosa, linda vas creciendo,/ como los capomos que se encuentran en la flor…”
Todos lo vieron llorar y empinarse una botella de tequila. Todos lo escucharon maldecir a la muerte. Tu voz entonces ya se tambaleaba, se te escurrían las palabras de cuando en cuando y alguna saltaba de tu boca al piso y ahí se quedaba quieta, muerta. Roxana comenzó a sentir el mareo.
–Yo nomás te invité una –le recordaste, con dificultad–. ¿Por qué seguiste pidiendo? ¿Tú las vas a pagar?
No te dijo nada. Te mostró sus pechos y viste cuatro. Cerraste los ojos y te sacudiste con ganas de ver sólo dos bultos de carne ahí, asomándose. Afirmaste con un movimiento de cabeza. Terminaste otra cerveza y te quedaste dormido.

Tú dirás que no es cierto, Román, pero verdad de Dios que te hablo con la puritita verdad, mi amigo. Después me despertó el mesero para pedirme que pagara la cuenta. Nomás mis cervezas porque la vieja esa pagó las suyas, según me dijo. Me alcanzó y todavía compré una botellita de mezcal barato. Roxana ya no estaba. Serían las doce, yo creo. Ya nomás quedábamos tres y nos estaban corriendo. Le di un sorbo al chínguere y me quemó las tripas. Ya de ahí no me acuerdo de mucho.

Llegaste casi a rastras a tu casa. Rosario estaba despierta todavía, con el Jesús en la boca. Otra vez ibas a llegar borracho. Apenas entraste, ella te quitó el acordeón y te tumbaste sobre una silla y de tu mano cayeron un billete de cincuenta y los lirios, rotos ya; luego te volviste a dormir. Ya no podías ni con tu alma por la briaguera que te cargabas.
El frío poco a poco fue en aumento. Temblabas. Tu mujer se dio cuenta cuando salió del cuarto y te echó encima una cobija para calentarte. Despertaste en seguida y todo estaba oscuro, según tu percepción. Pero no era cierto; el sueño y la borrachera se mezclaron y te hicieron ver otras cosas. En realidad había mucha luz. Fue cuando te levantaste, asustado, ¿te acuerdas? Chayito te quiso abrazar y la aventaste al piso, la pateaste, la azotaste. Quién sabe qué tantas cosas gritaste y el escándalo hizo que tus hijos se despertaran. Corrieron a tu lado pero también los abriste. Rosario lloraba, igual que los niños. Escuchaste sus gruñidos y sentiste miedo, frío, odio… De tu bolsa sacaste una navaja. Los gruñidos de los cerdos no cesaban en tu mente y viste seis pares de colmillos rodear tu cuerpo. Pensaste que te iban a hacer pedazos. Empuñaste la navaja y comenzaste a tirar golpes a diestra y siniestra. La carne blanda, la sangre escurriendo de las entrañas de tu esposa y de tus hijos.

Por Dios que les vi forma de puercos, Román… Por ésta que sí…

Tus vecinos te vieron salir, tambaleante, después de que escucharon los gritos de tu familia. Llevabas la ropa manchada de sangre. Estabas perdido, caminaste sólo por caminar entre el lodo de la calle porque no sabías nada en ese momento. La noche te envolvió con sus garras y te marcó la frente. Todavía seguías borracho, mareado, con el miedo bien embarrado en tu cara deforme, salpicada del rojo muerte. Dejaste la puerta abierta y la señora Rutila, junto con su nieta Nancy, sintió grande curiosidad por ir a ver el motivo de esos gritotes que había escuchado. Tu vecina la más chismosa. Cuando entró estuvo a punto de desmayarse de la impresión. Por eso se regresó de inmediato para que la niña no viera los tres cuerpos destrozados en medio de una laguna de sangre y vísceras regadas por todas partes. Llamaron a la policía para informar de los muertos. Tú a esa hora estabas tirado a dos cuadras, en una esquina, revolcándote entre tus meados. También vomitaste y quisiste dormir pero no te dejaron los tres uniformados que te levantaron a punta de patadas y toletazos. Esos madrazos te devolvieron algo de la conciencia perdida y entre los tres hombres te condujeron a tu domicilio. Se te hizo raro que las luces estuvieran encendidas y la puerta abierta. Adentro gritaste, lloraste, maldijiste, te rasgaste la ropa, aventaste las sillas y mordiste tu lengua. También de ti escurrió algo de sangre.
–¿Los reconoces, pendejo? –te preguntó quien seguramente era el comandante–. Bonita fiesta se te va a armar, pinche briago.
No entendiste por qué dijo eso y preguntaste quién había matado a tu esposa y a tus hijos. Fue entonces que te diste cuenta de las manchas de sangre en tu vestimenta, en tus manos. Reconociste tu navaja ahí, entre la sangre. Ya no dijiste nada cuando te subieron a la patrulla y el montón de vecinos que se había juntado te miró, con miedo, entre murmullos: “Estaba borracho”… “A lo mejor hasta mariguano, tú”… “Ya se veía que estaba loco”… “Tan buena que era la Chayito con él y con todos”… “¡Ay, Dios”… “Él los mató.”

Por eso me trajeron aquí y dicen que vivo no voy a salir ni aunque le rece a cuanto santo conozca.

sábado, 5 de junio de 2010

Sudor de trabajo



Pachucosoy



Todas las noches es la misma rutina: esperar a que den las once, ponerme el sombrero con caída al costado derecho y vestir mi más elegante (y único) traje. Caminar cuesta arriba el boulevard Juárez hasta llegar a la esquina de la plazuela y esperar a que salga alguna, o algunas casi inconscientes; acercarme a ellas con familiaridad, tomarlas del cabello, robarles un beso con olor a cerveza o a vómito, pero intoxicante al alma; jalarlas del brazo cuesta abajo por boulevard Juárez y besarlas bajo cada árbol y en cada esquina hasta llegar a Himno Nacional; arrancarles la ropa, recibir sus golpes, recibir sus sudores, dejarme arañar sin soltarlas, recibir sus escupitajos, dejarlas hacer sin dejar de hacer. Dormir…
Todas las mañanas la misma rutina; si hubo suerte, sacarlas casi dormidas, escurriendo en sus líquidos; subirlas al taxi y despedirlas con un beso; decir “te veo mañana”, para volver a salir a encontrarla en otras, esa misma noche y recibir sus besos y mordidas, sus golpes y caricias…

En el nombre del padre



53

El camino será largo y agotador, muchos no conocerán el nuevo territorio. El barco navega sobre aguas hostiles (fragmentos de la tragedia acontecida). A bordo, un pequeño tumulto de mujeres, hombres y algún tipo de animales desconocidos y monstruosos abandonan la isla. Intentan salvar la vida que la vida misma pretende arrebatarles. La tierra se aleja, pero aún se hace visible entre multitud de sombras nebulosas un olor a muerte.
La gente sube una pequeña embarcación a cubierta. Dos niños y una niña han burlado la muerte, sobre un tablón de madera; la han hecho ver como una estúpida. Una anciana fija el rumbo de la embarcación a partir de nigromancia. Los espíritus señalan hacia Oriente.
Mientras la tripulación trabaja en las restauraciones inmediatas de la nave, un hombre, de un aparente linaje y jerarquía superior, desprecia su condición humana, su desgracia. Antes del colapso que devastó su territorio, su hija había aniquilado su honra a voluntad propia (hay quienes llaman a este acto Amor). Contra su voluntad, el hombre debe cumplir con sus códigos de conducta, con las normas establecidas por el mismo, con la purificación de su sangre y honor. A pesar de que la función social de la honra ha dejado de existir en este momento, pues quienes supieron de la ofensa no han sobrevivido y el pueblo a quien se habían destinado las reglas ha perecido, él debe cumplir con su trágico papel. Se coloca lo poco que queda de sus vestiduras bélicas y atavíos reales (una cinta y un par de muñequeras), cubre de tizne sus pómulos ya ennegrecidos, y saluda a su espada de guerrero.
Afuera, todo es tumulto y trabajos para librar la tempestad. Adentro, la hija observa sabiendo lo que está por ocurrir… El sable atraviesa el vientre blanco, lo traspasa; el padre le da vuelta taladrando cualquier posibilidad de vida. La muchacha muere despacio, sin despegar los labios. Se miran por última vez, por última.
El hombre sale a cubierta, el tumulto y la lluvia no lo apartan de aquel ensimismamiento en que ha caído. Alguien de la tripulación lo mira despacio, alguien cuya conciencia no es de ese mundo y que conoce detalle a detalle lo ocurrido (alguien que probablemente haya soñado con aquel espacio-tiempo, ajeno a su condición de comerciante de plantas, en un pequeño poblado llamado Ocotepec). El hombre trágico llora, y en su pesar se instala el cuestionamiento y el poco valor que se le atribuye a la excepción a la regla.