martes, 21 de diciembre de 2010

La noche más obscura

Pachucosoy


El veinte de diciembre los movimientos de los astros provocarían la noche más obscura en cientos de años, se alinearían la luna, la tierra y el sol. Eran las once veintinueve de la noche, justo un minuto antes de la hora que habíamos quedado de encontrarnos.
Caminé hacia el norte y ahí estaba ella, en la fuente del Calvario, sentada junto a la bestia que mira de frente a la virgen de Guadalupe.
–No deberías estar aquí –le dije, serio.
–No te molestes –me contestó, al mismo tiempo que se levantaba a darme un beso. Yo sólo apreté los labios. La fuente tenía flores al centro, eran blancas, eran hermosas.
–¿Quieres comer? –le pregunté; asintió como única respuesta.
Nos sentamos a cenar en la taquería que está a un costado de la iglesia; nunca me gustó pero es barata y estaba ridículamente cerca. Esa vez, contrario a nuestros gustos, no nos dirigimos la palabra mientras comíamos.
Pagué sin pedir la cuenta, no dejé propina. Justo cuando atravesábamos el crucero para bajar por Matamoros, una rata atravesó corriendo frente a nosotros. Mi acompañante me abrazó; yo la apreté a mí: también le tengo un miedo irracional a esos asquerosos animales.
Nos sentamos frente a El Danubio; ahí me preguntó si estaba molesto con ella. No le contesté. Me preguntó si la quería y la apreté contra mi cuerpo; la verdad es que no tenía respuesta para ella, no tenía una respuesta para mí.
–La luna está roja –le comenté.
–Se ve bellísima –respondió.
Ya era el solsticio de invierno; los periódicos habían anunciado que sería el invierno más frío del que Cuernavaca tuviera memoria. No me parecía raro: el mundo se está yendo al carajo.
Seguimos largo rato ahí sentados, sin decirnos nada; tenía su cabeza recargada en mí, y yo le besaba la frente de tanto en tanto. No queríamos levantarnos, parecía que recordábamos de pronto cuánto nos queríamos, pero al final el frío pudo más que nuestra nostalgia.
Al llegar al portal de la vecindad me empezó a besar, yo le correspondía; caminamos hasta la puerta de nuestro cuarto sin dejar de acariciarnos. Metí mi mano derecha debajo de su falda; ella susurraba que me quería, que la perdonara. Mi mano izquierda apretaba su cuerpo a mí. Saqué mi mano de sus piernas, dejé su espalda. Mis manos se dirigieron a su cuello; apretaron fuerte. Ambos llorábamos, me gritaba con sus ojos que la perdonara y yo seguía apretando. No le dije que la amaba, que la quería, pero que no podía perdonarla… Sin embargo, ella lo sabía.
Eran las cuatro con un minuto de la madrugada del veintiuno de diciembre. No volteé al cielo, el frío arreciaba y yo metí mis manos en las bolsas de mi vieja chamarra. Caminé hasta la plazuela del zacate secándome los ojos; no encontré un sólo bar abierto. Ya no tenía duda: era el invierno más frio, la noche más obscura.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Mujer que habla muy poco


53
En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.
Nietzsche
-Cuando mi luz llegue hasta tus manos intentarás acariciarme. Pero yo, definitivamente, habré desaparecido -dijo la mujer. Colocó la taza de café sobre la mesa y se fue caminando por la avenida V. Guerrero. Dio vuelta en la calle que va hacia la iglesia de Tepetates y se perdió entre la multitud.