jueves, 18 de noviembre de 2010

Pinche otoño

Elpidio Lasotras

Los días parecen estar desordenados. Me explico: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo. Es correcto. Hoy, siendo jueves, parece lunes o seis de abril. Ayer, miércoles, resultaba un dos de enero. Otra cosa: la luz, carajo. Sí, no es la luz normal: los días tienen el color de los días festivos: solitarios; de autos a paso de animal herido o en fuga a fin de no ser cazado; de un cielo más bajo, con su montón de nubes yéndose todo el tiempo.
Jueves diecisiete de noviembre de 2010. ¿Y si fuera domingo ocho de marzo de 1822? ¿Lo notaríamos? Imposible regresar tantos años. Hoy contamos con servicio de Internet, con computadoras, con teléfonos móviles, con libros electrónicos, con televisión de paga, con pornografía desde infantil hasta gerontofílica… ¡Imposible retroceder tantos años!
Pero no parecen días habituales, llevan un amarillo un tanto pálido; acaso el otoño respira su media vida. Quizá los días rechazan al invierno y esta palidez es la forma de manifestar su inconformidad. No tengo la menor idea. Lo que sí sé es que ahora mismo cargo un poco de sueño. Podría estar ante una mesa, en un café o en un bar.

Opción A:

Preferiría un café de veinticuatro horas, de esos que hay en el Distrito Federal y así tomes cuatro jarras te cobran apenas el precio de una taza. Una ganga. Pero luego, como el día anterior habías bebido en exceso, constantemente te levantas del sillón para ir a vomitar. Vómito tras vómito; jarra de café tras jarra de café. Infaltables los cigarros Delicados con filtro. Sí. Y entonces, en una revista, lees: “Aquel hombre fumaba tanto, que un día, sin darse cuenta, agitó el cigarro y su mano se esparció dentro del cenicero”. ¡No chingues! De inmediato miras tus manos, las agitas y, al comprobar que siguen en su sitio, te levantas rumbo al baño a reiterar tu malestar. Pero el café es adicción tremenda. Además, adónde ir a las tres y media de la mañana, con un frío espantoso en la capital de México. Mé-xi-co. ¡Qué diablos hago aquí! Derecha, izquierda, centro… ¡El gobierno te jode por delante, por detrás y por los costados!
Sales del café, temblando, un poco por el frío y otro tanto porque el alcohol que aún corre por tus venas y la cafeína se combinaron, lo que provocó una ruda explosión y eres el hombre más paranoico de la ciudad. Vuelves la vista; miras al frente. Vuelves la vista; miras al frente. Caminas por la Calzada de Tlalpan a las cinco de la mañana, con el riesgo de que te asalten, cabrón, o que uno más enfermo que tú tenga la manía de abrir gargantas con su navaja poderosísima… Pero vas por Tlalpan. Lleno de hoteles. “Adentro se están amando todos”, piensas y buscas mujer a la mano. “No molestar.” “¡Imbécil”, te dices y ríes. “Están cogiendo nada más.” Un taxi se detiene frente a ti: dice el chofer que te subas porque es muy peligrosa esa zona. “Seguramente. Tú lo que quieres es hacerme güey porque me sabes borracho y me llevarás aquí y allá para cobrarme las perlas de la virgen. ¡Jódete!” Huyes aprisa.
Adelante te topas a una muchacha que se muere de frío pero es necesario mostrar el cuerpo para obtener monedas. Mé-xi-co. “Doscientos”, sonríe la mujer. Es bonita, sin duda, pero te sigues derecho. Continúas y te espanta que el día esté aclarándose. Antes de salir el sol debes dormir, cual vampiro. Adelante hay un hotel decente. ¿Decente? “Jo, jo, jo… si he dormido en la calle, Señora Decencia. No me venga a joder. Varias noches dormí en la calle, a un grado centígrado, al pie de la Catedral de Morelia, Señora Decencia. Si es que a eso se le llama dormir. ¡Lárgate!” Pero llevas plata. Urge una tienda, una maldita tienda para comprar cerveza o whisky. ¡Pero ya!
Te apersonas con el recepcionista (nunca he visto a una mujer en una recepción a temprana hora en ningún hotel de la capital mexicana) y le pides una habitación, la más cercana al cielo o la más próxima al infierno. “Tenemos elevador, señor”, te dice antes de subir el primer escalón. Agradeces. Piensas en el elevador que debería estar ahí una muchacha en flor y que ese elevador tendría, por lógica, que descomponerse con ambos en su interior. Pero luego de un trago a la botella de whisky, te ríes de ti mismo y en cambio asesinas a la muchachilla y mejor, te dices, mejor, que venga una mujer madura vestida de negro. Que me sonría y me señale y me bese y, si no es mucho pedir, me haga el amor. Sí. Eso.

Posibles consecuencias:

“¡Se suicidó en un elevador!” Mentira # 1
“Se descompuso el ascensor y murió asfixiado”
Mentira # 2
“Murió de una congestión alcohólica en el elevador de un hotel”
Mentira # 3

“¡Todos los periódicos mienten!”, arremete tu espíritu al día siguiente al ver los titulares de la sección policiaca que dan cuenta de tu muerte. Sólo un encabezado te deja medianamente tranquilo:

“Velo de misterio envuelve muerte de un hombre en hotel de Tlalpan”

Dices: “Son tan complicados los vivos. ¿Es tan difícil entender que La Mujer de Negro me besó y me hizo el amor? Nada más. Ni para eso se ponen de acuerdo…”.
Decepcionado, tu último aliento decide no asistir a tu funeral y se escurre por cualquier alcantarilla.
Pero todo es falso porque estás atravesado en una cama de ese hotel, empapado en whisky, los labios reventados. En la televisión una película pornográfica está por terminar, sin público en esa habitación. No hay nada ni nadie en qué pensar. ¿Llorar? Imposible. Hace tiempo se te secaron los ojos. ¿Reír? Tal vez. Pero, ¿de qué, de quién? “¡De ti, estúpido!” Sí. Reír de uno mismo, carcajearse hasta provocar que personal del hotel fuerce la puerta para entrar a tranquilizarte. “Todo está bien, señor.” “Jo, jo, jo.” “¿Le podemos ayudar en algo?” “Jo, jo, jo.” Pero lo piensas mejor: “Sí. Apaguen la luz antes de salir, por favor”.
Silencio.

Opción B:

Ron, doble. Una luz rosa adormece el amor de una pareja que se encuentra ante una mesa ubicada a tres metros cuarenta y seis centímetros doce milímetros de ti. Aunque no alcanzas a ver con claridad (eres miope y encima el alcohol se ha encargado de su parte), adivinas su romance. Sus palabras: “Sí, mi amor”… “Claro que te amo”… “Esta noche no podré, Ernesto. Ya sabes: visita de Andrés”… “¿Bailamos?”
“Mexicanos al grito de guerra,/ el acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en su centro la tierra,/ al sonoro rugir del cañón.”
“Ernesto, mi amor, ¿nos vamos ya?” Ella se llama Claudia. Dicen que se van a casar pero lo que la mujer no sabe es que él hace un par de días conoció a Susana, con quien saldrá mañana y harán el amor como locos en el cuarto de un hotel de Tlalpan donde hace tiempo un hombre se carcajeó solo y dicen que aún se escucha esa risa, sobre todo en noches de otoño. De preferencia en día jueves.
Brandy. Una luz azul metálico da de frente en el rostro de una prostituta que busca llevar alimento a sus dos pequeñas hijas quienes duermen, aparentemente, en casa. Está recluida en ese bar porque fue corrida de las avenidas cercanas por el grupo de meretrices y padrotes que domina esa zona. Busca a un iluso, a un abandonado, al más solitario de la noche. Fuma. Ante sí, el hielo de un whisky se derrite inexorablemente, como la esperanza. Pero te observa con detenimiento porque eres la presa. Sin embargo, la adivinas. Te pones de pie, te acercas y dejas un billete doblado debajo de su vaso. “Yo invito esta noche. Ve a tu casa, mujer.”
¿De dónde la piedad, la compasión? ¡Estás pedísimo, pendejo!
Cerveza. Una luz morada ilumina los cuerpos de los danzantes. El trago amargo en tu boca es una pausa entre el miedo y la angustia. Te cuesta trabajo respirar y, sin embargo, estás vivo. Enciendes un Delicado con el que está a punto de extinguirse. Quemas la orilla de una servilleta y te imaginas un rostro en ese blanco. Sonríes. Te acuerdas de Michoacán: De-ca-den-te. Te acuerdas del Estado de México: Una noche y nada más, a oscuras, junto a un cuerpo del que has olvidado los detalles de su rostro. Recuerdas Puebla: Ebrio, en una jardinera de la Plaza de Armas (“Despierta, muchacho. Despierta.”). Recuerdas Acapulco: Todas las parejas del mundo hacen el amor frente al mar. Tú, oxidado, nadas borracho a las tres de la mañana. Ebrio completamente. Pero los delfines te aman y estás vivo. El Sol te despierta y estás lleno de arena, borracho aún. Escuchas los últimos murmullos de los amantes. A lo lejos, un yate alberga dos corazones. En todo caso, volteas hacia otra parte. “Un whisky, por favor. Dos whiskys, por favor. Tres putos whiskys… cuatro…”, ad infinítum.
Todos los recuerdos se agolpan en tu mente. Pero la vida, dices, no es ese bar. Aunque los guardias de seguridad te saquen, vomitado hasta el alma, a empujones, o te golpeen porque lanzaste un envase de cerveza contra un vidrio de la barra y le tiraste un whisky en el rostro a cualquier cliente, llevas una sonrisa que delata tu amor por la vida.
Hace frío.

Sin embargo, no estoy ni en un café ni en un bar. Estoy sentado frente a una pantalla de luz, dando órdenes a mis dedos que golpean un teclado. La vida en negro con fondo blanco. A mi espalda, un aire frío me recorre la columna. Afuera está la tarde. Yo. Qué puta soledad hay en esta Cuernavaca, Dios mío…