domingo, 27 de febrero de 2011

Amor a primera vista

Elpidio Lasotras

13:27 horas. Calle Gutemberg; Centro, Cuernavaca (a la altura del Centro Las Plazas).

La señora levantó su vestido, bajó sus bragas, se puso en cuclillas y comenzó a orinar. En la acera de enfrente un grupo de mariachis practicaba una canción.
Una madre llevaba a su pequeño hijo tomado de la mano. Cuando pasaron cerca de la mujer que orinaba, el párvulo, extrañado, miró el origen del líquido y preguntó:
–¿Qué tiene ahí, mami?
–Nada, mi amor.
Apuraron el paso; el niño ladeó la cabeza porque no dejaba de ver a la señora.
–¡No veas eso! –lo arremetió la madre y jaló su mano.
Los mariachis callaron…
La señora mantenía un ritmo de expulsión de orín en promedio de un litro por minuto, al tiempo que sus ojos se encontraban cerrados.
Todos los conductores que circulaban por el sitio detuvieron la marcha de sus vehículos para contemplar la escena. Un agente de tránsito que estaba frente a La Parroquia se percató y fue al lugar en una carrera cercana a los cinco kilómetros por hora.
–¡¿Qué hace?! –gritó a dos metros de la dama.
–Meando. ¿No ves?
–Eso está prohibido.
–Ya sé.
–¿Entonces por qué lo hace?
–Porque no aguantaba las ganas.
–Tendré que llamar a la policía.
–Háblele.
Así fue. Minutos después llegó una patrulla con cuatro uniformados a bordo. –¿Qué pasa aquí? –preguntó el comandante.
–Esta señora –dijo el oficial de tránsito– estaba haciendo sus necesidades en vía pública. –Mostró la evidencia. La mujer había terminado y el hilo de orines ya iba un poco más abajo de la esquina de Gutemberg con Juárez.
–¿Eso es verdad? –preguntó un policía, ante la mirada de los automovilistas y peatones curiosos.
–Así es, señor –dijo la mujer–. ¿No ve la evidencia?
–Tendremos que arrestarla por faltas a la moral, alteración al orden público y por violar el bando de policía y buen gobierno.
–Bien –aceptó la dama. En seguida se dirigió a la camioneta. Preguntó–: ¿Me subo adelante o atrás?
En ese momento llegó un sujeto bigotón, alto, moreno, con gafas oscuras, ataviado en una gabardina clara y con un sombrero negro en las manos. Había visto toda la escena desde una banca contigua a la torre del reloj de la plaza de armas, donde solía descansar todos los días y en cuyo sitio aguardaba a que pasara algún cliente en potencia para ofrecer sus servicios como detective privado.
–¿Adónde se llevan a esa mujer? –preguntó.–. ¿Cuál es el delito?
–Faltas a la moral.
–Está bien –dijo.
Luego, se desabotonó la gabardina, bajó pantalón y calzoncillo, se agachó y comenzó a defecar.
Los uniformados arremetieron contra él. Uno de ellos se resbaló con la mierda y cayó de espaldas. Furioso, se puso de pie y dio un golpe con un puño en el rostro del individuo. Los curiosos silbaron y el agente de tránsito ordenó a los conductores seguir su camino.
Minutos después, un empleado del ayuntamiento realizaba labores de limpieza en la zona.
Sobre la calle Guerrero, a la altura de la Fayuca, la patrulla transportaba a los dos sujetos en la batea, con rumbo de los separos del mercado.
–Me enamoré de ti en cuanto te vi –dijo él.
–Yo también –replicó ella.
Suspiraron, se dieron un beso y entrelazaron sus manos.

martes, 8 de febrero de 2011

CONVOCATORIA

Con el objetivo de fomentar la creación literaria en Morelos, el blog "Crónicas de Cuernavaca"
Convoca al
Concurso de Cuento Corto Crónicas de Cuernavaca 2011
B A S E S:

1. Podrán participar todos los escritores y público en general residentes en el estado de Morelos.
2. Los concursantes deberán enviar un solo cuento, inédito y firmado con pseudónimo, con una extensión mínima de una cuartilla y máxima de tres, el cual no deberá estar concursando en otro certamen. La historia se debe desarrollar en Cuernavaca. El tema es libre.
3. Los cuentos se recibirán únicamente por correo electrónico, en la dirección croncuer@gmail.com, en formato Word, con fuente Times New Roman de 12 puntos, a doble espacio. En una sola entrega, los participantes enviarán dos archivos adjuntos en uno de los cuales incluirán su nombre, domicilio y número telefónico.
4. El certamen queda abierto a partir de la publicación de la presente convocatoria y cerrará el día viernes 18 de marzo de 2011 a las 16 horas.
5. El jurado calificador estará conformado por los integrantes del blog organizador.
6. Habrá un solo premio que consistirá en $1000.00 (UN MIL PESOS M/N), una cubeta de cervezas en el bar El Farallón y la publicación del texto en diversos medios. El concurso no se declarará desierto.
7. Una vez emitido el fallo, el viernes 25 de marzo de 2011, el ganador será notificado de inmediato.
8. El ganador estará obligado a asistir a la ceremonia de premiación, con una identificación oficial, a realizarse el sábado 26 de marzo de 2011, a las 14:30 horas, en el bar El Farallón, ubicado en Av. Morelos Sur #66, Col. Chipitlán, Cuernavaca, Morelos. En caso de inasistencia, perderá el premio.
9. Para mayores informes, comunicarse a los teléfonos celulares: 777 131 9692 y 777 233 1130, o por correo electrónico: croncuer@gmail.com.

martes, 21 de diciembre de 2010

La noche más obscura

Pachucosoy


El veinte de diciembre los movimientos de los astros provocarían la noche más obscura en cientos de años, se alinearían la luna, la tierra y el sol. Eran las once veintinueve de la noche, justo un minuto antes de la hora que habíamos quedado de encontrarnos.
Caminé hacia el norte y ahí estaba ella, en la fuente del Calvario, sentada junto a la bestia que mira de frente a la virgen de Guadalupe.
–No deberías estar aquí –le dije, serio.
–No te molestes –me contestó, al mismo tiempo que se levantaba a darme un beso. Yo sólo apreté los labios. La fuente tenía flores al centro, eran blancas, eran hermosas.
–¿Quieres comer? –le pregunté; asintió como única respuesta.
Nos sentamos a cenar en la taquería que está a un costado de la iglesia; nunca me gustó pero es barata y estaba ridículamente cerca. Esa vez, contrario a nuestros gustos, no nos dirigimos la palabra mientras comíamos.
Pagué sin pedir la cuenta, no dejé propina. Justo cuando atravesábamos el crucero para bajar por Matamoros, una rata atravesó corriendo frente a nosotros. Mi acompañante me abrazó; yo la apreté a mí: también le tengo un miedo irracional a esos asquerosos animales.
Nos sentamos frente a El Danubio; ahí me preguntó si estaba molesto con ella. No le contesté. Me preguntó si la quería y la apreté contra mi cuerpo; la verdad es que no tenía respuesta para ella, no tenía una respuesta para mí.
–La luna está roja –le comenté.
–Se ve bellísima –respondió.
Ya era el solsticio de invierno; los periódicos habían anunciado que sería el invierno más frío del que Cuernavaca tuviera memoria. No me parecía raro: el mundo se está yendo al carajo.
Seguimos largo rato ahí sentados, sin decirnos nada; tenía su cabeza recargada en mí, y yo le besaba la frente de tanto en tanto. No queríamos levantarnos, parecía que recordábamos de pronto cuánto nos queríamos, pero al final el frío pudo más que nuestra nostalgia.
Al llegar al portal de la vecindad me empezó a besar, yo le correspondía; caminamos hasta la puerta de nuestro cuarto sin dejar de acariciarnos. Metí mi mano derecha debajo de su falda; ella susurraba que me quería, que la perdonara. Mi mano izquierda apretaba su cuerpo a mí. Saqué mi mano de sus piernas, dejé su espalda. Mis manos se dirigieron a su cuello; apretaron fuerte. Ambos llorábamos, me gritaba con sus ojos que la perdonara y yo seguía apretando. No le dije que la amaba, que la quería, pero que no podía perdonarla… Sin embargo, ella lo sabía.
Eran las cuatro con un minuto de la madrugada del veintiuno de diciembre. No volteé al cielo, el frío arreciaba y yo metí mis manos en las bolsas de mi vieja chamarra. Caminé hasta la plazuela del zacate secándome los ojos; no encontré un sólo bar abierto. Ya no tenía duda: era el invierno más frio, la noche más obscura.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Mujer que habla muy poco


53
En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.
Nietzsche
-Cuando mi luz llegue hasta tus manos intentarás acariciarme. Pero yo, definitivamente, habré desaparecido -dijo la mujer. Colocó la taza de café sobre la mesa y se fue caminando por la avenida V. Guerrero. Dio vuelta en la calle que va hacia la iglesia de Tepetates y se perdió entre la multitud.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Pinche otoño

Elpidio Lasotras

Los días parecen estar desordenados. Me explico: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo. Es correcto. Hoy, siendo jueves, parece lunes o seis de abril. Ayer, miércoles, resultaba un dos de enero. Otra cosa: la luz, carajo. Sí, no es la luz normal: los días tienen el color de los días festivos: solitarios; de autos a paso de animal herido o en fuga a fin de no ser cazado; de un cielo más bajo, con su montón de nubes yéndose todo el tiempo.
Jueves diecisiete de noviembre de 2010. ¿Y si fuera domingo ocho de marzo de 1822? ¿Lo notaríamos? Imposible regresar tantos años. Hoy contamos con servicio de Internet, con computadoras, con teléfonos móviles, con libros electrónicos, con televisión de paga, con pornografía desde infantil hasta gerontofílica… ¡Imposible retroceder tantos años!
Pero no parecen días habituales, llevan un amarillo un tanto pálido; acaso el otoño respira su media vida. Quizá los días rechazan al invierno y esta palidez es la forma de manifestar su inconformidad. No tengo la menor idea. Lo que sí sé es que ahora mismo cargo un poco de sueño. Podría estar ante una mesa, en un café o en un bar.

Opción A:

Preferiría un café de veinticuatro horas, de esos que hay en el Distrito Federal y así tomes cuatro jarras te cobran apenas el precio de una taza. Una ganga. Pero luego, como el día anterior habías bebido en exceso, constantemente te levantas del sillón para ir a vomitar. Vómito tras vómito; jarra de café tras jarra de café. Infaltables los cigarros Delicados con filtro. Sí. Y entonces, en una revista, lees: “Aquel hombre fumaba tanto, que un día, sin darse cuenta, agitó el cigarro y su mano se esparció dentro del cenicero”. ¡No chingues! De inmediato miras tus manos, las agitas y, al comprobar que siguen en su sitio, te levantas rumbo al baño a reiterar tu malestar. Pero el café es adicción tremenda. Además, adónde ir a las tres y media de la mañana, con un frío espantoso en la capital de México. Mé-xi-co. ¡Qué diablos hago aquí! Derecha, izquierda, centro… ¡El gobierno te jode por delante, por detrás y por los costados!
Sales del café, temblando, un poco por el frío y otro tanto porque el alcohol que aún corre por tus venas y la cafeína se combinaron, lo que provocó una ruda explosión y eres el hombre más paranoico de la ciudad. Vuelves la vista; miras al frente. Vuelves la vista; miras al frente. Caminas por la Calzada de Tlalpan a las cinco de la mañana, con el riesgo de que te asalten, cabrón, o que uno más enfermo que tú tenga la manía de abrir gargantas con su navaja poderosísima… Pero vas por Tlalpan. Lleno de hoteles. “Adentro se están amando todos”, piensas y buscas mujer a la mano. “No molestar.” “¡Imbécil”, te dices y ríes. “Están cogiendo nada más.” Un taxi se detiene frente a ti: dice el chofer que te subas porque es muy peligrosa esa zona. “Seguramente. Tú lo que quieres es hacerme güey porque me sabes borracho y me llevarás aquí y allá para cobrarme las perlas de la virgen. ¡Jódete!” Huyes aprisa.
Adelante te topas a una muchacha que se muere de frío pero es necesario mostrar el cuerpo para obtener monedas. Mé-xi-co. “Doscientos”, sonríe la mujer. Es bonita, sin duda, pero te sigues derecho. Continúas y te espanta que el día esté aclarándose. Antes de salir el sol debes dormir, cual vampiro. Adelante hay un hotel decente. ¿Decente? “Jo, jo, jo… si he dormido en la calle, Señora Decencia. No me venga a joder. Varias noches dormí en la calle, a un grado centígrado, al pie de la Catedral de Morelia, Señora Decencia. Si es que a eso se le llama dormir. ¡Lárgate!” Pero llevas plata. Urge una tienda, una maldita tienda para comprar cerveza o whisky. ¡Pero ya!
Te apersonas con el recepcionista (nunca he visto a una mujer en una recepción a temprana hora en ningún hotel de la capital mexicana) y le pides una habitación, la más cercana al cielo o la más próxima al infierno. “Tenemos elevador, señor”, te dice antes de subir el primer escalón. Agradeces. Piensas en el elevador que debería estar ahí una muchacha en flor y que ese elevador tendría, por lógica, que descomponerse con ambos en su interior. Pero luego de un trago a la botella de whisky, te ríes de ti mismo y en cambio asesinas a la muchachilla y mejor, te dices, mejor, que venga una mujer madura vestida de negro. Que me sonría y me señale y me bese y, si no es mucho pedir, me haga el amor. Sí. Eso.

Posibles consecuencias:

“¡Se suicidó en un elevador!” Mentira # 1
“Se descompuso el ascensor y murió asfixiado”
Mentira # 2
“Murió de una congestión alcohólica en el elevador de un hotel”
Mentira # 3

“¡Todos los periódicos mienten!”, arremete tu espíritu al día siguiente al ver los titulares de la sección policiaca que dan cuenta de tu muerte. Sólo un encabezado te deja medianamente tranquilo:

“Velo de misterio envuelve muerte de un hombre en hotel de Tlalpan”

Dices: “Son tan complicados los vivos. ¿Es tan difícil entender que La Mujer de Negro me besó y me hizo el amor? Nada más. Ni para eso se ponen de acuerdo…”.
Decepcionado, tu último aliento decide no asistir a tu funeral y se escurre por cualquier alcantarilla.
Pero todo es falso porque estás atravesado en una cama de ese hotel, empapado en whisky, los labios reventados. En la televisión una película pornográfica está por terminar, sin público en esa habitación. No hay nada ni nadie en qué pensar. ¿Llorar? Imposible. Hace tiempo se te secaron los ojos. ¿Reír? Tal vez. Pero, ¿de qué, de quién? “¡De ti, estúpido!” Sí. Reír de uno mismo, carcajearse hasta provocar que personal del hotel fuerce la puerta para entrar a tranquilizarte. “Todo está bien, señor.” “Jo, jo, jo.” “¿Le podemos ayudar en algo?” “Jo, jo, jo.” Pero lo piensas mejor: “Sí. Apaguen la luz antes de salir, por favor”.
Silencio.

Opción B:

Ron, doble. Una luz rosa adormece el amor de una pareja que se encuentra ante una mesa ubicada a tres metros cuarenta y seis centímetros doce milímetros de ti. Aunque no alcanzas a ver con claridad (eres miope y encima el alcohol se ha encargado de su parte), adivinas su romance. Sus palabras: “Sí, mi amor”… “Claro que te amo”… “Esta noche no podré, Ernesto. Ya sabes: visita de Andrés”… “¿Bailamos?”
“Mexicanos al grito de guerra,/ el acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en su centro la tierra,/ al sonoro rugir del cañón.”
“Ernesto, mi amor, ¿nos vamos ya?” Ella se llama Claudia. Dicen que se van a casar pero lo que la mujer no sabe es que él hace un par de días conoció a Susana, con quien saldrá mañana y harán el amor como locos en el cuarto de un hotel de Tlalpan donde hace tiempo un hombre se carcajeó solo y dicen que aún se escucha esa risa, sobre todo en noches de otoño. De preferencia en día jueves.
Brandy. Una luz azul metálico da de frente en el rostro de una prostituta que busca llevar alimento a sus dos pequeñas hijas quienes duermen, aparentemente, en casa. Está recluida en ese bar porque fue corrida de las avenidas cercanas por el grupo de meretrices y padrotes que domina esa zona. Busca a un iluso, a un abandonado, al más solitario de la noche. Fuma. Ante sí, el hielo de un whisky se derrite inexorablemente, como la esperanza. Pero te observa con detenimiento porque eres la presa. Sin embargo, la adivinas. Te pones de pie, te acercas y dejas un billete doblado debajo de su vaso. “Yo invito esta noche. Ve a tu casa, mujer.”
¿De dónde la piedad, la compasión? ¡Estás pedísimo, pendejo!
Cerveza. Una luz morada ilumina los cuerpos de los danzantes. El trago amargo en tu boca es una pausa entre el miedo y la angustia. Te cuesta trabajo respirar y, sin embargo, estás vivo. Enciendes un Delicado con el que está a punto de extinguirse. Quemas la orilla de una servilleta y te imaginas un rostro en ese blanco. Sonríes. Te acuerdas de Michoacán: De-ca-den-te. Te acuerdas del Estado de México: Una noche y nada más, a oscuras, junto a un cuerpo del que has olvidado los detalles de su rostro. Recuerdas Puebla: Ebrio, en una jardinera de la Plaza de Armas (“Despierta, muchacho. Despierta.”). Recuerdas Acapulco: Todas las parejas del mundo hacen el amor frente al mar. Tú, oxidado, nadas borracho a las tres de la mañana. Ebrio completamente. Pero los delfines te aman y estás vivo. El Sol te despierta y estás lleno de arena, borracho aún. Escuchas los últimos murmullos de los amantes. A lo lejos, un yate alberga dos corazones. En todo caso, volteas hacia otra parte. “Un whisky, por favor. Dos whiskys, por favor. Tres putos whiskys… cuatro…”, ad infinítum.
Todos los recuerdos se agolpan en tu mente. Pero la vida, dices, no es ese bar. Aunque los guardias de seguridad te saquen, vomitado hasta el alma, a empujones, o te golpeen porque lanzaste un envase de cerveza contra un vidrio de la barra y le tiraste un whisky en el rostro a cualquier cliente, llevas una sonrisa que delata tu amor por la vida.
Hace frío.

Sin embargo, no estoy ni en un café ni en un bar. Estoy sentado frente a una pantalla de luz, dando órdenes a mis dedos que golpean un teclado. La vida en negro con fondo blanco. A mi espalda, un aire frío me recorre la columna. Afuera está la tarde. Yo. Qué puta soledad hay en esta Cuernavaca, Dios mío…

martes, 28 de septiembre de 2010

Luz de papel oscuro


53

Un sueño es una corta locura y la locura un largo sueño
Schopenhauer

El peligroso deseo de extraviarse en la deliciosa forma de los tobillos de Alicia, propiciaba que Jesús caminara por las noches sobre los sitios más solitarios y oscuros de la ciudad (los alrededores del parque Melchor Ocampo, cerca de la estación del ferrocarril, tomaban una esencia predilecta en su bagaje nocturno). Constantemente inventaba fórmulas y escenarios de color violeta, en los que ambos protagonizaban historias sensuales y plagadas de erotismo; un anhelar incestuoso petrificaba su sangre, del mismo modo que la hervía.
La noche en que lo asesinaron, hacía su recorrido habitual. Y poco antes de morir, Jesús vio salir de entre la corteza de un árbol, una sombra que poco a poco fue convirtiéndose en un astro de luz: Alicia. De su boca nacía un vaho diáfano que cubría los labios de aquel hombre. Él quiso decirle muchas cosas, pero no se atrevió. Se limitó a sujetar con fuerza el bolsillo izquierdo de su chaqueta, donde guardaba un pequeño pensamiento escrito en un trozo de papel desgastado: “Febrero del 86./ Esta vigilia de ti me adormece/ la carne de vida mi alma espera/ y mi boca, de tanto pronunciar tu nombre/ se agita/ se agrieta/ se seca.” Quiso apretar aún más fuerte, pero ya no hubo tiempo.

viernes, 27 de agosto de 2010

La visión de Daniel


53

“En aquellos días yo, Daniel, estuve afligido por espacio de tres semanas.”
Daniel, 10. 2


El hocico húmedo del cerdo se deslizaba despacio sobre mi rostro. En un principio llegué a sentir asco, pero, a fuerza de repeticiones incontables, me di cuenta de la natural compasión con que el animal mojaba de luz mis pensamientos.
“Te ves más limpio, la luz y el calor del mediodía se reflejan mejor sobre tu piel seca, el lodo de tu cuerpo se hace terrón y cae por pedacitos”, decía yo a aquel cerdo con quien compartía el aposento. Yo no entiendo el mundo, ni a las personas mayores –el cerdo, mirándome, parpadeaba y en sus ojos brillaba un niño arrodillado, cansado de pies y manos–. Cuando don Tobías cayó del campanario de la iglesia –aunque dice mi abuelita que fue su hermano quien lo aventó–, la gente se entristeció mucho; hubo misa, cantos, rosarios, flores blancas, llanto, veladoras, arroz con leche, pan de dulce… y cuando mi Tohuihui se murió, mi madre sólo dijo: “No llores… El martes Juan te traerá otro perrito”. ¿Por qué no trajeron otro don Tobías? Tampoco entiendo por qué mi papá me metió aquí, al chiquero; ni la buena tunda que me puso. Según él, lo que hice estuvo mal, aunque nunca de los nuncas me dijo qué fue lo que hice.

En aquella tarde yo andaba jugando por los terrenos de don Lencho; brinqué el tecorral y me fui metiendo entre las milpas para jugar al sembrador; nada más quería pedirle a la tierra que nos regalara buena cosecha en esa temporada. Como le hacía mi tío Crecencio (el Cabeza de cebolla, así lo apodaban porque siempre tuvo sus mechas blancas y escasas, como una nube despeinada por el viento), él siempre hablaba con la tierra antes de la llegada de las aguas. Y en eso andaba cuando vi al Toño y a la Tacha; como que se estaban peleando. Yo pensé que sí, porque ella se quejaba muy fuerte. Luego cuando la tiró en el suelo y se montó encima de ella, se quejó más fuerte y apretó la yerba con sus manos como queriendo arrancarla. Y pues como yo vi que por más fuerza que hacía no se levantaba, que me voy rápido a avisarle a mi primo Luciano porque además de ser novio de la Tacha, trabajaba cerca del sembradío de don Lencho en un matadero de puercos.
Ese que luce el ano, ahí te buscan en la entrada”, dijo uno de sus amigos. Yo todavía iba agitado por la carrera que había pegado; sólo me acuerdo que le dije: “¡Primo, primo, primo!, allá, por la milpa... el Toño se está peleando con la Tacha… Anda encimado en ella mordiéndole el pescuezo y pegándole con un palo. Ya no la deja levantar y ella nomás dice, mientras puja: ‘¡Mmmme duele! ¡Mmme duele… Toño!’”.
Si ya me había dicho mi madre que me iba a salir piruja como sus… y no acabando de decir lo que quería decir, tomó uno de sus cuchillos con los que mataba puercos y salió corriendo. Bien que me acuerdo, estaba más chiquillo, pero no más menso.
De ahí me fui mejor para la casa de mi amigo el Quelite, un amiguito del catecismo. Su papá recién había llegado del otro lado, y todos los niños queríamos ver los juguetes que le habían traído; en especial, un carrito de control remoto que pasó del asombro y la curiosidad, a la envidia de todos nosotros.
Ya por la noche, fue don Lencho a mi casa y le dijo a mi papá que anduve pisando las matas de frijol y calabaza sembradas a orillas del maizal. Yo oí cómo le decía a mi padre que debía pagar los daños causados por su cría. “Debería mantenerlo encerrado.” Yo me estaba haciendo el dormido, pero bien claro que oí cuando dijo eso.
Tempranito, en la mañana, encontraron tirado al Toño a orillas de la barranca que está en Ocotepec… Ya ves, por eso dicen que ahí “matan y no entierran”… La cosa es que la mujer que lo encontró dijo que tenía cuatro cuchillazos en la espalda, de donde salía una sangre oscura, grasosa como manteca de puerco y maloliente; peor que las aguas negras del barranco. Cuando yo me desperté, la noticia ya había corrido por el pueblo; y justo cuando me preparaba para ir a acarrear agua con la carretilla hasta la pileta del pueblo, va llegando mi padre… y sin decir ni “agua va”, que me agarra de las greñas y me saca al patio. Ahí me dio con una vara de ocote en todito mi cuerpo (siempre que me acuerdo, la vuelvo a sentir rebotando en mi piel, como un árbol derribado que azota en la tierra del monte sin que nadie escuche su ruido). Luego, me amarró las manos con un mecate que utilizaba para atar las patas de los cerdos cuando los castraba y me metió al chiquero. “A ver si así aprendes, condenado escuincle”, dijo mientras cerraba la reja con un alambre viejo.
Pasé más de quince días ahí metido, y no te me miento cuando te digo que nunca de los nuncas me dijo bien qué fue lo que hice. No supe si fue por lo de las calabazas de don Lencho, por andar de metiche con lo del Toño y la Tacha o porque encontraron, escondido debajo de mi cama, el carrito de control remoto de mi amigo el Quelite.