domingo, 27 de febrero de 2011

Amor a primera vista

Elpidio Lasotras

13:27 horas. Calle Gutemberg; Centro, Cuernavaca (a la altura del Centro Las Plazas).

La señora levantó su vestido, bajó sus bragas, se puso en cuclillas y comenzó a orinar. En la acera de enfrente un grupo de mariachis practicaba una canción.
Una madre llevaba a su pequeño hijo tomado de la mano. Cuando pasaron cerca de la mujer que orinaba, el párvulo, extrañado, miró el origen del líquido y preguntó:
–¿Qué tiene ahí, mami?
–Nada, mi amor.
Apuraron el paso; el niño ladeó la cabeza porque no dejaba de ver a la señora.
–¡No veas eso! –lo arremetió la madre y jaló su mano.
Los mariachis callaron…
La señora mantenía un ritmo de expulsión de orín en promedio de un litro por minuto, al tiempo que sus ojos se encontraban cerrados.
Todos los conductores que circulaban por el sitio detuvieron la marcha de sus vehículos para contemplar la escena. Un agente de tránsito que estaba frente a La Parroquia se percató y fue al lugar en una carrera cercana a los cinco kilómetros por hora.
–¡¿Qué hace?! –gritó a dos metros de la dama.
–Meando. ¿No ves?
–Eso está prohibido.
–Ya sé.
–¿Entonces por qué lo hace?
–Porque no aguantaba las ganas.
–Tendré que llamar a la policía.
–Háblele.
Así fue. Minutos después llegó una patrulla con cuatro uniformados a bordo. –¿Qué pasa aquí? –preguntó el comandante.
–Esta señora –dijo el oficial de tránsito– estaba haciendo sus necesidades en vía pública. –Mostró la evidencia. La mujer había terminado y el hilo de orines ya iba un poco más abajo de la esquina de Gutemberg con Juárez.
–¿Eso es verdad? –preguntó un policía, ante la mirada de los automovilistas y peatones curiosos.
–Así es, señor –dijo la mujer–. ¿No ve la evidencia?
–Tendremos que arrestarla por faltas a la moral, alteración al orden público y por violar el bando de policía y buen gobierno.
–Bien –aceptó la dama. En seguida se dirigió a la camioneta. Preguntó–: ¿Me subo adelante o atrás?
En ese momento llegó un sujeto bigotón, alto, moreno, con gafas oscuras, ataviado en una gabardina clara y con un sombrero negro en las manos. Había visto toda la escena desde una banca contigua a la torre del reloj de la plaza de armas, donde solía descansar todos los días y en cuyo sitio aguardaba a que pasara algún cliente en potencia para ofrecer sus servicios como detective privado.
–¿Adónde se llevan a esa mujer? –preguntó.–. ¿Cuál es el delito?
–Faltas a la moral.
–Está bien –dijo.
Luego, se desabotonó la gabardina, bajó pantalón y calzoncillo, se agachó y comenzó a defecar.
Los uniformados arremetieron contra él. Uno de ellos se resbaló con la mierda y cayó de espaldas. Furioso, se puso de pie y dio un golpe con un puño en el rostro del individuo. Los curiosos silbaron y el agente de tránsito ordenó a los conductores seguir su camino.
Minutos después, un empleado del ayuntamiento realizaba labores de limpieza en la zona.
Sobre la calle Guerrero, a la altura de la Fayuca, la patrulla transportaba a los dos sujetos en la batea, con rumbo de los separos del mercado.
–Me enamoré de ti en cuanto te vi –dijo él.
–Yo también –replicó ella.
Suspiraron, se dieron un beso y entrelazaron sus manos.

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