Las puertas como las de El Danubio sólo las había visto en películas de vaqueros. Tenía ocho años entonces. Los señores y yo comenzamos a entrar y me encontré con un lugar oloroso a cigarro y a pescado; a la izquierda, una barra dejaba ver tras su estructura a un hombre vestido con pantalón negro, camisa blanca y moño también negro (tiempo después supe que era el propietario); a la derecha, pegada a la pared y a mitad del salón, una rocola tocaba canciones norteñas; a lo largo y ancho del lugar, varias mesas eran ocupadas por hombres en compañía de algunas mujeres que llevaban faldas cortas; al fondo, el olor a orines proveniente de un cuartito me indicó la posición del baño, y junto a éste había otra puerta, donde estaba la cocina.
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