miércoles, 10 de febrero de 2010

Nada más doscientos


53


¿Cómo se llama una flor que vuela de pájaro en pájaro?
Neruda

A Yuriana

La masturbación del sol concluye en una eyaculación diáfana derramada sobre la espalda de la noche. Ha renacido el día.
En su casa, Samanta despierta, se levanta desnuda de la cama. Los ojos, empequeñecidos; la boca, una mezcla de salivas ajenas, envueltas en una resequedad inquietante. Camina por la habitación, atraviesa una pequeña sala y se dirige hacia la cocina, en búsqueda de un líquido cualquiera. A sus treinta y dos, y pese al desgaste nocturno de su cuerpo en venta, las piernas y los glúteos de Samanta poseen aún la firmeza de algunas construcciones de la época colonial (viejos edificios que han olvidado para qué fueron construidos); sólo los senos cuelgan lánguidamente como columpios vacíos.
Bebe un poco de agua mineral. “Mil doscientos y una salida… ¡buena ganancia la de anoche!”, piensa mientras se traslada descalza nuevamente hacia la habitación.
Ahí se encuentra él, durmiendo sobre aquella cama de incontables y deliciosos encuentros lascivos. Sus diecisiete años parecen pesarle en demasía. Descansa profundamente. Ella lo mira, disfruta observando aquella juventud resplandeciente. Piensa, como otras veces, en un nuevo comienzo, en retorcer el tiempo, en exprimir los meses y los años para volver a ser ella misma. En volver a besar con la sensación ficticia de estar enamorada. Él le ha convidado aquella sensación en este encuentro lunático, tangiblemente extraño… Ella no logra explicarse por qué el peregrino visitante disipa el efecto de soledad que hay en las telarañas de su cuarto.
Esa noche llegó él al bar con dos de sus primos (mayores que él). Las credenciales falsas son demasiado útiles y no muy difíciles de conseguir. No hubo problema alguno para el acceso al bar, aunque también es importante mencionar que se trata de un lugar de mediana categoría. Muy conocido porque algunas de las “muchachas” proceden de diversas regiones de la República. Así “hay mayor variedad en gustos”. Los tres pidieron cervezas y compañía femenina, de esa que cuesta varias monedas. Bebieron, bailaron, intercambiaron parejas, besos y toqueteos. Al final él había solicitado a Samanta la necesidad de estar a su lado. Acordaron el precio: “Quinientos pesos”. Y sería en la casa de ella. A Samanta le inquietaron las manos de aquel jovenzuelo. Pero, sobre todo, se dio cuenta que sabía escuchar y no ser escuchado, como los otros. Al hablar, cada palabra que él decía, si bien no era la necesaria o la correcta, era la adecuada, la que ella había deseado escuchar por mucho tiempo.
Se despidieron del grupo, los primos confiaban en ella, otras veces ellos mismos habían alquilado sus servicios. En el camino (la casa quedaba sólo a unas cuadras del bar), ella comentó sobre los hombres que creía haber amado; el primero la dejó y le quitó a su hijo; el segundo llevaba a sus amigos a la casa y la hacía interactuar sexualmente con ellos, y el tercero “se fue al otro lado”, según para que los dos vivieran mejor y se compraran una casa. Ella adquirió la deuda del pasaje; su marido no volvió. “Tuve que entrarle a esto para seguir adelante y ya ves… no me puedo quejar, gano bien…”
Una sonrisa y un beso silenciaron a Samanta, el joven era inquieto, un tanto travieso, inmaduro y hasta infantil. Pero, lejos de serle molesto, a ella le agradaba. En el trato que él le daba se conjuntaba la vida entera de Samanta: puta, amiga, consejera, madre, amante, perra… De pronto se sentía contenta.
Al entrar a la habitación todo se dio por sí solo. En aquel recinto la excitación llega por sí sola, todo está cubierto por el aroma de sus piernas. El hombre que ahí entra no vuelve a ser el mismo. Hay quienes lo atribuyen a hechicerías o a la imagen de la Santa Muerte, siempre cubierta de flores o manzanas. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero sus movimientos, llenos de erotismo, y la manera de chuparla, son inmejorables. Lo extraño de esta ocasión es que ella no sólo había experimentado las sensaciones que vende, si no que algo más se había movido en su interior; como cuando iba a la preparatoria: sólo por ver a un compañero que ella supuestamente amaba. Nunca se lo dijo. Pero la vida le presentaba esta nueva oportunidad, extraña y mucho, pero cuánto tiempo había pasado sin sentirse viva. Sin contemplar desde todas las perspectivas un objeto y creerlo suyo. Ahora pensaba en invitarlo a quedarse al desayuno, tal vez salir juntos para traerlo a casa. Ella sabía que las convulsiones de aquella noche en el cuerpo del joven ayudarían a una respuesta afirmativa. “Él pensará en más sexo”, se decía. Quería tener algunas horas más con aquel acompañante, quizá hasta podrían ver una película o salir a pasear. “No se ve tan niño”, pensaba y se reía. Reía en el momento que el joven abría los ojos y movía el torso hacia la dirección donde ella se encontraba. Pensó rápidamente en comentarle lo del desayuno, se abrió su boca y sonaron las siguientes palabras: “Nada más dame doscientos y ya vete, por favor”.

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