domingo, 7 de febrero de 2010

El nuevo mundo


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El bullicio en el patio de la escuela es ensordecedor: palabras a medias, gritos eufóricos, ruido de pisadas chocando contra el asfalto que oculta la tierra. No puedes entender tanto alboroto. ¿Recuerdas cuando lanzabas piedras a los enjambres de abejas y no corrías encrespado como tus amigos del pueblo? Sobrevenía entonces el constante zumbido, el aire se cubría de granitos negros y en medio sólo tú; siempre te sentiste orgulloso de no sentir miedo y cuánto hubieses deseado que la esposa de tu tío Gaspar (aquella a quien mirabas los pezones mientras amamantaba a su hijo) te viera ahí, erguido, valiente, como el líder de una tribu memorable, tu tribu: las abejas.
Ahora estás aquí. Es la hora del recreo y no sabes siquiera quién o qué es “Felipe Neri”, ése es el nombre de tu escuela. Pero tampoco sabes qué significa la palabra escuela porque no hablas español. ¿Qué mala fortuna te trajo a este escenario?
No tienes zapatos escolares y el frío de un día nublado se trepa lentamente en tus huaraches, tienes hambre sin tener dinero. Tu boca está seca, pero los demás niños no te permiten acercar al bebedero. Te llaman “indio, mugroso, piojoso…”; sonríes tímidamente. ¿Acaso crees que desean jugar contigo?
En ese patio una tórtola gris inflama su plumaje, indudablemente piensas en el cempasúchil que crece junto a tu casa: pecho de ave amarilla atada al suelo verde. Y acaso llegas a pensar que las niñas de piel blanca son más bonitas que rosita (la hija de tu padrino), con su pelo enmarañado, como un pueblo viejo habitado por liendres.
Era día, noche, madrugada de muertos. El panteón esperaba ansioso el cuerpo de don Gladiolo (intermediario del mercado que pagaba injustamente las cosechas de sorgo). Había humillado a tu padre en la cantina. Tu padre lo mató de un escopetazo en el vientre. “Tenemos que irnos rápido”, fueron las últimas palabras que escuchaste en tu casa y en el pueblo.

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