martes, 9 de febrero de 2010

El Tigre, la puta y el ropero


Elpidio Lasotras

No voy a decir el nombre real del personaje de esta historia para no afectar los intereses de su familia, pero supongamos que se llamaba Cecilio. Sí. Cecilio Villegas fue un tipo bastante conocido en el primer cuadro de Cuernavaca, donde ejercía el oficio de bolero unas veces, y en otras la hacía de cantor y guitarrista en restoranes de medio y alto pedorraje. Lo de bolero fue herencia de su padre; lo de cantor, de su abuelo.
Esto me lo contó don Romualdo Pérez Capistrán, viudo de doña Carmen González Heredia de Pérez, una tarde en que paseaba, elote en mano, por el quiosco del centro. El viejo estaba medio dormido sobre una banca, al amparo de las bendiciones de las palomas, y me senté a su lado. Cuando se dio cuenta de mi presencia me saludó, prendió un cigarro y luego de acercarse un muchacho para ofrecernos lustrar nuestros zapatos (le dijimos que no), me preguntó:
–¿Te acuerdas de El Tigre?
–No –respondí, sin hacer el menor esfuerzo en recordar–. ¿Cuál tigre, don?
El Tigre, que boleaba y también le hacía a la cantada.
–Ah, ¡pos cómo chingados no me voy a acordar, si me puse algunos saltapatrás con él allá donde las muchachas!
–Era de buen pistear y comer ese cabrón, a pesar de lo flaco que estaba.
–Bueno, ¿y a qué viene todo esto? –creció mi curiosidad.
–Ah, pues ése –señaló al lustrador que acaba de ofrecernos sus servicios– es su hijo, que tuvo con doña Pachita, a la que no le hizo caso y al chamaco no lo reconoció como tal. ¿Te acuerdas?
Claro que me acordé. Don Romualdo me contó de El Tigre en ese momento precisamente por la presencia del descendiente y porque era buen amigo suyo.
Como ya lo dije, algunas veces llegué a echarme mis pulques con ese Tigre, ya fuera con Abel o meramente nos íbamos hasta Huitzilac a chupar de la teta. Cecilio (a) El Tigre era de ojo alegre y nomás veía carnes femeninas ya soltaba uno que otro piropos. De ahí le vino el apodo: se enamoraba de una y de otra y de cuando en cuando conseguía cita pero, al cabo de unos días, volvía, tristón, y decía: “Una raya más al tigre… Ni pedo”.
Pero un día se le terminó la mala suerte. El Tigre solía leer (sobre todo ver) revistas para caballeros de media monta. Le encantaban las mexicanas porque las sentía más palpables, como si en cualquier momento pudiera encontrarse con alguna de esas damiselas que se muestran descalzas hasta el cuello y entonces hacerle cariñitos. Una de estas chicas, aparecida en esas publicaciones, se le metió hasta la mera vena y no paraba de mirarla. De buen ver, la mujercita sonreía como si fuera una niñita-inocente-pura; pero luego veía uno su género expuesto y nomás esa inocencia se hacía cachitos del buen uso que –a leguas se notaba– le daba la muchachilla esa. Sin embargo Cecilio, cuesta creerlo, se enamoró de esa chica, de ese retrato.
Romualdo me contó que le contó un tipo al que le contaron dos sujetos que estuvieron aquel día en El Sótano de Garibaldi –una botanera del centro donde sirven buen ceviche, por cierto–. Llegó El Tigre esa tarde, con bastante apetito. Acomodó el cajón en una silla y cuál fue sorpresa: a dos mesas, esperando galán, se topó con una mujer en cuyo físico halló parecido con el de la revista. Por las descripciones que se manejan, aquélla más bien era la versión creada por Botero y con unos años más encima. Pero igual a El Tigre no le importó y bebieron con singular alegría buena parte de la tarde. Se convenció de que era ella porque sonreía igual que la inocente (por lo menos eso han dicho los que vieron al par de enamorados). Pero Cecilio nunca imaginó que terminaría como terminó, ya en la noche. Y es que, al calor de los alcoholes y el ronroneo de las caricias y los besos, decidieron que deberían amarse de a de veras y se fueron a un hotelito de Aragón y León (con chinches y pulgas de cortesía). Entraron: se amaron, se dijeron, se ensalivaron, se hicieron… en fin, parecían dos estrenando sus cositas. Pero más tarde, cuando el buen Cecilio se disponía a echarse un “coyotito” junto a la mujer, ésta decidió que el bolerito sería uno más de su larga lista de difuntos. Sí, la tal Santanera (mote dado a conocer por sus propias compañeras) era una peligrosa asesina que se movía en diferentes ciudades según fuera el caso y de la que las autoridades andaban tras su huella.
Encima de eso, la encargada del hotel no supo decir a qué hora salió la fichera del lugar y se enteraron del difunto por un grito de una jovencita que provino precisamente de ese cuarto, al día siguiente. Según relataron, ella y su acompañante pretendían jugar a las escondidas y el que fuera hallado más rápido iba a tener que hacer el gasto de energías a la hora de la enjundia. La mujer se iba a esconder en el ropero y estuvo a punto de irse de espalda: adentro estaba El Tigre, muerto, con el cuello hecho jirones. Dicen que de suerte no se le cayó la cabeza. Así le fue a aquel amigo.
No hace mucho fui a la procuraduría de justicia nomás de chismoso a ver qué había sido del caso. Nada. Me citaron al siguiente día, y al que sigue. Una semana tardaron para decirme: “Señor, el caso de «El Tigre, la puta y el ropero» ya está archivado. No se resolvió”.

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