sábado, 6 de febrero de 2010

El encuentro


Pachucosoy


Faltaban un par de horas cuando pensó que lo único que le gustaba de su trabajo era que le permitía ver el horizonte cuando estaba por amanecer, los tonos naranjas y purpuras en el cielo siempre le habían parecido algo maravilloso. Fuera de esto nada tenía de atractivo pasar veinticuatro horas en un edificio tan aburrido; tanto que casi se podía sentir el tiempo a través de su cuerpo, sólo para llegar a su casa a dormir para reponer el sueño perdido, pero no los sueños. Al dar las ocho de la mañana entregó los reportes a su relevo, un hombre apenas un par de años más viejo y sin embargo parecía cargar en su espada toda una vida. Cada vez que lo veía se preguntaba si así era que lo veían todos. Salió cansado, como siempre, caminaría toda la avenida desde La Luna hasta el Seguro, son sólo un par de cuadras, pero de sólo pensar en ese trayecto se sentía fastidiado, quería dormir… No pudo. Justo en la salida, mientras se quitaba la corbata, vio pasar a su lado a una cajera que siempre le había llamado la atención, iba llorando, apresuró un poco el paso y la alcanzó apenas a unos diez metros del viejo edificio. La tomó como por impulso del brazo al tiempo que le preguntaba qué le pasaba. –Qué te importa –le contestó sin pensar la cajera mientras lo empujaba. No le importó, de cualquier forma cambió su camino, en lugar de caminar tomó el mismo colectivo que ella. Se sentó a su lado. No dijo nada en todo el trayecto. Bajaron del colectivo en el centro; ahí él volvió a preguntar lo mismo. Ella no contesto.
Caminaron juntos hasta una pequeña vecindad en la calle de Clavijero. –Es curioso cómo se esconden las vecindades aquí, parecieran avergonzarse de sí mismas –le dijo la cajera; él sólo asintió. Bajaron dos pequeñas escaleras antes de estar frente a la puerta, ella abrió. Por un instante dudó de pasar y quién sabe qué hubiera hecho si ella no lo toma de la mano y lo lleva hasta su cama. Tuvieron sexo por un par de minutos. “Para no haber dormido bien ni haber comido, no estuvo mal”, pensó él justo antes de quedar completamente dormido. La cajera, aún con ganas de cabalgar y con los ojos rojos de las lágrimas recientemente regadas, lo vio cerrar los ojos al mismo tiempo que los suyos se llenaban de llanto. Estuvieron así un par de minutos; ella le habló; él no contestó. “Qué voy a hacer”, se preguntó, mientras iba por un café. Hacía tanto tiempo tratando de entender ese estúpido trabajo y ahora que por fin lo había logrado tenía que empezar de nuevo. Tomó una taza y fue hacia la estufa, pero no había nada en la olla. Llorando, regresó a su cama, volvió a hablarle a ese que la había seguido como si le importara; no le respondió. –Maldito –le dijo, al mismo tiempo que le daba dos golpes con la taza en la sien. Él no despertó. La sangre no se quitaría de sus sabanas; tendría que tirarlas.

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