lunes, 15 de marzo de 2010

Yo también prefiero esa compañía



Elpidio Lasotras

Para Ibán de León, por las batallas perdidas
A “labanda”

Esa mañana desperté en una habitación extraña, al lado de una mujer extraña. Estaba semidesnudo, con un golpe de resaca que apenas si me permitió recordar alguna escena de la noche anterior. Volví la mirada hacia mi compañera. Dormía. En vano quise llamarla por su nombre…
Mientras hurgaba en mi memoria a corto plazo me sorprendieron sus ojos, acaso con un ligero toque de pudor. Se perdió debajo de las sábanas y pude darme cuenta de que estaba desnuda. Acerqué una mano para intentar hacerme de su piel, sin mucho éxito. Mis dedos temblaban igual que si algún lejano temor los recorriera; tenía los labios partidos y sentía como si una piedra golpeara constantemente mi cabeza.
En el cuarto había un desfile de envases de cerveza vacíos, colillas de cigarro regadas por todo el piso, una botella de whisky sin terminar sobre un buró, pegada a un cenicero, y un par de condones usados junto a las pantaletas de la mujer. Cómo había llegado ahí era algo que no recordaba en ese momento. No me sentí con deseos de preguntarle nada personal a esa mujer; sólo me limité a cuestionar la posición del baño.
–Sales del cuarto y a la izquierda, enfrente –respondió, sin mirarme.
Cuando me puse de pie comprobé que aún seguía mareado, apenas si me podía sostener por mis propios medios.
El color de mis orines tenía un tono cobrizo y un ligero ardor, al expulsarlos, me arrebató un quejido.
Lavé mis manos y, al ver mi rostro en el espejo, recordé parte del día anterior.

Llegamos a El Farallón pasado el mediodía. Éramos tres: mi amigo el poeta, José y yo. Aún no era tiempo de consumir porque la cerveza estaba tibia y no había nada que ofrecernos para comer. Aun así, decidimos aguardar y solicitamos unas Victorias y vasos con hielo. Los tres nos hallábamos ebrios pues la noche del viernes y madrugada del sábado habíamos bebido whisky como irlandeses.
Tres semanas antes había sido lo mismo, en la misma mesa. Beber hasta que el cansancio haga mella y uno se quede dormido o, por el contrario, solicitar amor a cualquiera de las muchachas libres que anuncian el recorrido de la tarde cuando sus olorosos perfumes se van debilitando.
Solicitar amor.
El día ya había tomado forma y otros como nosotros estaban esparcidos a lo largo y ancho del salón. Cigarro tras cigarro, cerveza tras cerveza, el sábado ya era parte de la memoria instantánea. No es posible anular los recuerdos así como así. Nunca es posible.
Una muchacha de minifalda negra y blusa fiusha rondaba por las mesas. El poeta la miró y le hizo una seña con la mano para que se acercara. Me imagino que entonces eran las seis de la tarde. La carne maciza de la mujer, su cabello lacio, los ojos de animal inquieto antes de ser sacrificado, hicieron que mi amigo tomara el amor en sus manos sin dejarlo ir fácilmente. José llevaba rato hundido en sus pensamientos y de golpe se puso de pie. “Me voy”, dijo. En seguida salió.
Hay una laguna en mi mente que me oculta ciertos detalles de aquella tarde-noche. Por ejemplo: no sé en qué momento la mujer con la que desperté el domingo llegó a mi lado. Y más: no sé si fui yo quien la abordó. Lo que sí recuerdo es la urgencia de mis manos por su cuerpo, ahí, ajeno a todo. Mi amigo y yo, solicitantes de ese amor repentino, de esa compañía para hombres solos. Recuerdo también el sabor de sus besos, mezcla de cerveza y cigarro. Sus ojos frente a los míos. Me acuerdo de ella sentada en mis piernas, igual que la chica de blusa color fiusha en las del poeta.
–“Esa compañía me gusta más que cualquier otra –me había dicho mi amigo, un día antes, en el centro, al referirse a las ficheras–. No sé por qué… Tal vez porque es pagada.”
Yo también prefiero esa compañía. Amar mientras ese amor sea sostenido por el dinero. Amor en cifras, en botellas vacías, ordenadas con una servilleta en la boca del envase para dar cuenta de los litros de besos y caricias a que uno tiene derecho. Amar a empujones, tambaleante, sin que ellas te culpen de sus tragedias: ellas son también, al final, silenciosas copas en donde uno se bebe la memoria, lento, con la garantía del olvido a la mañana siguiente. Es un amor sin culpas, sin odio, sin principio ni final y el cual es posible retomar a medida que la soledad le muerde el corazón a uno.
Supongo que ésa fue la razón por la que ella y yo dormimos juntos aquellas primeras horas del domingo. No tengo la menor idea de la hora en que abandonamos el bar. Supongo que el miedo a la noche se vuelve nada en la piel de una mujer. Supongo que somos una vieja mansión en donde todas las madrugadas conviven los fantasmas de la ausencia.

El domingo es el día más triste y jodido de todos. El domingo debería suicidarse.
Salí del baño y encontré a la mujer vistiéndose, con los senos al aire. Cómo llamarla si no me era posible recordar su nombre. Cómo decirle cualquier cosa si en sus ojos había también un aire de indiferencia.
–¿Te acuerdas de mí? –preguntó cuando comencé a ponerme mi ropa.
–Sí. Te conocí en el bar, ayer.
Quise aproximarme para tomar su cuerpo, volver a poseerla; pero no tuve los arrestos para hacerlo. En cambio la mujer sí se acercó a mí. Encendió un cigarro, le dio un par chupadas y en seguida lo puso en mi boca.
–Si te vas a ir –dijo sin mirarme–, vete ya. Porque si te quedas un rato más, ya no te dejaré libre.
En ese momento salió de la habitación. Examiné con la mirada cada rincón del cuarto. Tomé los cigarros y la botella de whisky. La muchacha estaba en la cocina. Quiero creer que no se dio cuenta cuando abrí la puerta y salí, sin hacer ruido.
Me habría vuelto únicamente porque el sol era insoportable. Pero no lo hice.
Logré saber que estaba en Temixco por las leyendas en las puertas de casi todos los taxis. Abordé un camión en la carretera federal y me hundí en el último asiento. Abrí la ventana y un aire caliente golpeó mi rostro. Me pregunté qué había sido de mi amigo el poeta y su compañera. Acaso se repetía la misma escena, lejos de ahí. Bebí un prolongado trago de whisky y sentí cómo el domingo comenzó a enredarse en mi cuello.

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