lunes, 8 de marzo de 2010

El ladrón de miradas

Pachucosoy

Todas las mañanas salía perfectamente arreglado, el cabello peinado con máximo cuidado, la cara limpia y con ropa llamativa, por lo regular en amarillo o naranja, siempre ropa casual. Yair, como se llamaba, era un tipo algo alto, pero sin exagerar, atractivo a las mujeres y de un cuerpo ligeramente delgado. Todas las mañanas, salvo los lunes y martes, se levantaba a las diez, desayunaba, se arreglaba durante dos o tres horas, pues tardaba algo de tiempo en mirarse al espejo, no sólo porque corregía hasta el más mínimo error, sino porque se entretenía mirándose al espejo. Después se distraía viendo los programas matutinos o escuchando algo de música para finalmente salir a las cuatro y media. A veces iba a Plaza Cuernavaca, de moda en esos días, pero no siempre. En ocasiones iba al centro. Siempre daba varias vueltas congraciándose de que lo voltearan a mirar. Entre los amigos de la colonia decía que no sólo eran las mujeres, sino que también los hombres y niños; se consideraba –y con cierta razón– un espectáculo en sí mismo. Después de haber dado las vueltas que consideraba suficientes, o de haber encontrado a la víctima ideal sólo decía “hola” a la primera mujer que encontraba, mientras esbozaba su famosa sonrisa, y le decía: “Te espero en el café del Sanborn’s”. A menos, claro, que estuviera en el centro, en cuyo caso elegía La Universal Hecho esto se dirigía a su lugar favorito, donde pedía un café y esperaba. Rara vez la mujer a la que le había hablado llegaba ese mismo día; pero frecuentemente iban al día siguiente, la semana posterior o incluso después de un mes. Más de una ocasión ocurrió que no recordara algún rostro. Una vez que entraban, sonreía. Si ellas saludaban y se sentaban con él, sabía que había logrado su objetivo; si no, sólo se sentaba con ellas. Solía declarar orgulloso: “Jamás me han corrido de una mesa”. A Yair le gustaban las mujeres de entre 16 y 20 años; algo normal si consideramos que su apogeo lo vivió al terminar la prepa y un par de años más, pero prefería estar con mujeres mayores, de unos 30 años; decía que a las “niñas” no les gustaba pagar, mientras las señoras ni se ofendían cuando él, en lugar de pedirles, tomaba de sus bolsos lo que quería. Yair prefería a las mujeres casadas. Cuando las abordaba no le importaba que fueran con niños, acostumbraba decir que era el hombre más afortunado de la Tierra. Decía: “Escojo a las mujeres más buenas y no sólo me las tiro, sino que les cobro. ¿Soy o no soy un machazo?” Pero, como todo en esta vida, se le fue acabando. Antes de los 25 siempre solía andar lleno de dinero y sonriente; después empezó a cambiar. El dinero se le iba haciendo menos, hasta que una Navidad, en plena borrachera, confesó: “Ya no es igual… Podría tener más varo si me revolcara con mujeres más viejas o feas, pero lo que realmente me encabrona es ya no robar miradas”. El tiempo pasó y se llegaron a escuchar rumores de que el Yair se había metido con algún tipo o que lo levantaba un don de dinero, pero de eso él nunca dijo nada, ni siquiera durante la briaga. Pero eso no fue lo peor. Lo peor, como se suponen ustedes, fue el día que lo agarraron por sacarle los ojos a una chavita de 16 años afuera de Plaza Cuernavaca. Era una niña relinda, según dicen, sin embargo lo increíble fue la declaración del Yair: dijo que lo hizo porque estaba triste. Nunca pude entender esto hasta que después de un rato se olvidó el chisme y se pasó el alboroto. Lo fui a visitar a la cárcel. Ahí me contó que ese día él tenía ganas de ligar; hacía mucho tiempo que no tenía una chavita de las que le gustaban. Le habló a aquella niña, hasta la invitó a comer y él había pagado. Pero al final, cuando se lanzó, la vieja le salió con que estaba muy viejo para ella. “¿Lo puedes creer, muy viejo?”, me dijo todavía indignado. Yo no se lo quise decir, pero un tipo de 30 años también me parecía muy viejo para esa chavita. Continuó diciéndome: “Además eso no hubiera pasado si ella no me hubiera dicho que hasta le costaba trabajo verme”. Recuerdo ahí sus palabras exactas: “¿Lo puedes creer, vieja desgraciada? Decirme que le daba trabajo verme… A mí que soy un ladrón de miradas”. Me dijo que sacarle los ojos a una vieja que ni sabía pa’ qué servían no debería ser un delito, me compadecí de él, total me regrese para la casa, la verdad no creo volver a verlo.

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