miércoles, 7 de abril de 2010

La Mimosa

53

Nunca se dice de un perro o de una rata que es mortal.
¿Con qué derecho se ha arrogado el hombre ese privilegio?
Después de todo, la muerte no es un descubrimiento suyo.
¡Qué fatuidad creerse su beneficiario exclusivo!
Cioran
“Mañana o pasado yo voy a tu casa,/ tu mamá te ordena una silla para mí./ Tú, mi chiquitita, finge no mirarme; ponte…”
Felipe interrumpe su canto para mirar el vuelo taciturno de un pájaro grisáceo. Después, involuntariamente, su mirada se dispersa a su alrededor de manera nostálgica; ya no encuentra nada de su mundo antaño: las hojas secas que alfombraban la tierra, el columpio atado al guaje, la fresca sombra de altísimos árboles, nopales entunados, las manos de Carmen (su prima) cortadoras de buganvilias de colores, su colección de tarántulas en una caja de zapatos, un cielo de verano gris expandiéndose lentamente por la llanura… Nada…
Felipe canta en el patio de su casa. Una barda de gran altitud le ha robado la extensión del cielo; una arquitectura ecléctica se levanta en lugar de los maizales; la calle está repleta de casas ostentosas y opulentas, sólo la casa de Felipe es de madera.
“Han asfaltado la piel de Panchamana, la madre tierra…”, piensa mientras ve llegar a los vecinos en distintos automóviles. Los Méndez venían de la capital porque su hijo más pequeño padecía asma y la contaminación de aquel lugar lo llevaría a la muerte; en la esquina de la calle, donde está la barranca, llegó a vivir la señora Catalina: amante del dinero y la limpieza; de ascendencia ánglica, vino hacia esta parte del país con la finalidad de expandir el negocio familiar (una cadena de farmacias). Los Romero, familia autóctona… ellos se enriquecían cada día más gracias a la fe de la gente; vueltos pastores del protestantismo, manipulan el torpe rebaño a su conveniencia. “Ya vio qué buena la supieron hacer esos Romero”, platican algunos de sus seguidores pretendiendo ser como ellos. Junto a la casa de Felipe vive un matrimonio intelectual de izquierda: “Pinches hipócritas”, es lo único que piensa respecto a ellos Felipe.
Entristecido por sentir el asfalto en los corazones de sus vecinos, reflexiona el progreso material como algo natural a la conducta humana, como algo que no puede ni debe detenerse. Cuando estudió la primaria conoció la existencia de poderosas civilizaciones en el pasado, y su posterior decadencia. “Algunas siguen ocultas bajo las selvas o los mares, pero sólo quedan las ruinas”, decía su maestra. Él sabe que nada es para siempre, “siempre es mucho tiempo”, eso le enseñó su padre… Algún día la tierra se alzará nuevamente sobre el cemento.
Felipe era campesino, ahora es albañil: de qué le sirven sus manos sedientas de tierra, si los terrenos que le prestaban para sembrar están vendidos. La cría de ganado, la prohibieron los vecinos, su olfato y su clase se sentían indignados. Ahora vive abaratando su trabajo, hay muchos Felipes con el “ombligo pegado al espinazo”. Ni siquiera se puede decir que vive a medias; más bien como a un octavo. Su única compañía es la Mimosa, una perra amarilla y negra que lo acompaña desde hace siete años. La cola enroscada, las patas flacas y la panza gorda. “Parece una caricatura”, piensa (sin saber que él también es un dibujo animado de palabras).
Sigue mirando con nostalgia el viejo vecindario; ya no está doña Toñita, ni… Mueve la cabeza negativamente y sonríe. Vuelto un extranjero en su propia casa, aborrecido por su pobreza. Sigue riendo, “No por eso…”, dice en voz baja; él sabe que si se deja entristecer, su corazón se secará poco a poco y terminará por agrietarse como un suelo reseco; su fortaleza está en sus ganas de seguir viviendo; no se debe “cuartear”.Hace tiempo su padre emigró al extranjero, nunca más supo de él; su madre era una viejita rancia que coleccionaba piedras de río (ella murió porque en tiempo de lluvias fue al monte a recolectar hongos para la comida. Eran alucinógenos. ¡Pero qué buen viaje se aventó la señora¡: ahí coleccionaba dioses ). La semana pasada a Felipe le embargaron el televisor; eso no le preocupa: “una raya más al tigre”. Y si fuera un león: “un pelo más a la melena”. Qué más da, él sabe que la vida es privilegio aun en su propia miseria.
Son ya las cuatro de la tarde, es verano y una fuerte lluvia se aproxima, Felipe vuelve a las estrellas blancas del cilantro criollo, a las flores de calabaza, a las matas de chile serrano y de fríjol… cuánto tiempo le ha quitado el vuelo de un ave gris. Se arrodilla nuevamente ante su huerto y remueve la tierra…
En dos horas vendrán a solicitarle que recoja a su perra: la Mimosa estará muerta frente a la casa de la señora Catalina, quien, cansada de los constantes excrementos frente a su portón e ignorante de que los perros no entienden el sentido de la propiedad privada, la ha envenenado con un plato de pollo. El veneno era para ratas: “La última cena” (eso decía el empaque).
Cuando Felipe llegue, el hocico de la Mimosa estará abierto, lleno de espuma, las patas tiesas como columnas de concreto y el cuerpo medio frío y empapado por la fuerte lluvia que caerá. Él parpadeará dos veces, brillantes y temblorosos sus ojos serán un charco de agua oscura tendido al sol; el rostro lívido y humedecido. Muy pronto tomará la decisión de machetear a “la pinche vieja mal nacida”… Brincará la barda, entrará a la casa y sin decir nada, del primer machetazo le cortará un brazo. Ella gritará con el rostro repleto de miedo al sentir la cercanía de la muerte (también pensará en el dinero que le deben). Nadie oirá los gritos, la lluvia de afuera será torrencial y ruidosa.
El segundo ataque será directo al rostro, el machete de cinta quedará prendido del cráneo como de un tronco; Felipe le pisará el cuello y liberará el machete. Finalmente la descuartizará. Arrojará parte por parte a la corriente ensordecedora y crecida del barranco. Felipe se irá (no sin antes limpiar todo). Hay que enterrar a la Mimosa

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