jueves, 6 de mayo de 2010

Antes me agradaban los payasos

Elpidio Lasotras

Cuando la soledad comienza a morderme –es decir, los viernes (el domingo me tira la mordida definitiva)– y salgo del trabajo echando pestes, maldiciendo casi a todo el mundo, siento que la vida es una broma muy pesada del Creador. Dicen que el trabajo es una bendición, que es una virtud en quienes se parten el alma para escalonar posiciones en la sociedad y demás asuntos que te hacen ver bien ante los ojos de los otros. Los domingos por la noche suelo repetirme dos frases. La primera es de Benedetti: “Si alguna vez me suicido, será en domingo. Es el día más desalentador, el más insulso”; la otra es de Álvaro Mutis: “Me enerva saber que trabajando se me está yendo la vida”. ¡Que me lo digan a mí! A decir verdad, me patea las bolas ser un menosafortunado
Retomando lo del inicio –eso de que los viernes comienza a morderme la soledad–, suele ocurrir que me dirijo al centro de la ciudad para quitarme un poco las telarañas del pensamiento. A veces ingreso en cualquier bar y bebo una copa, o dos, o tres, o cuatro, o pierdo la cuenta y amanezco, el sábado, un poco muerto en mi habitación (ignoro, sinceramente, cómo es que llego a ese sitio, intacto). Eso cuando llevo algo de dinero. Cuando no, camino por la Plaza de Armas a fin de encontrarme con alguna función callejera de payasos y escuchar los gastados chistes que –aun cuando los has oído una y otra vez– tienen el mérito de soltarte siquiera una risilla y amortiguan el peso del fastidio. Por eso antes me agradaban los payasos, debo reconocerlo. Hoy los odio.
Hace un par de semanas iba en busca de una chica que me había prometido los favores de sus caricias, pero debía trasladarme hasta el municipio de Temixco. Abordé el mismo camión “Lasser” que tres payasos frente al IMSS, sobre Plan de Ayala, con el ánimo como antes no lo había sentido. Vaya, incluso tuve la osadía de faltar al trabajo sólo por verme beneficiado con el cuerpo de esa mujer. (Aquí debo aclarar que nunca he visto a esa muchacha; sólo sé que se llama Carlota y apareció en mi vida en un acto desesperado por volver a sentir lo que es estar junto a un cuerpo femenino en condiciones idénticas: o sea, encuerados y con la misma temperatura. La conocí… bueno, tuve contacto con ella a través de un programa radiofónico llamado ¡Échale los perros!, con El Zorro, de La Mejor FM, 97.3. En dicho espacio suelen comunicarse hombres y mujeres para que el locutor los ponga en contacto con su media naranja. Carlota me dio su número telefónico y cada noche hablábamos los 99 minutos que te permiten esos aparatos rojos callejeros por tres pesos. Hacía menos de una semana que la había apalabrado y en una de esas llamadas nos sinceramos y me contó de sus más hondas pasiones. El sábado sería el encuentro y lucía prometedor.) Pero no contaba con que la mayoría de los delincuentes de nuestro país suelen tener un ingenio sobresaliente a la hora de joder a sus víctimas.
Iba en el camión con la mente puesta en Carlota y me desentendí del número que ofrecieron los tres payasos porque las imágenes construidas en mi pensamiento poseían más fuerza que cualquier chiste. Sólo una carcajada de una chica que iba en el asiento de atrás impidió que el poder de la imaginación se viera rebasado y volví a la realidad no muy satisfecho. Volteé a mirar a la escandalosa con mis ojos llenos de furia (imagínense estar soñando con la persona deseada en una situación altamente volcánica; entonces alguien, por una sinrazón, te despierta en el momento exacto en que se cubrirían con la misma piel. Así me sentí por culpa de esa desgraciada).
Los tres cómicos comenzaron a agradecer y a dar el discursillo repetitivo, con la única diferencia de que las últimas frases fueron las que modificaron el guión:
–Señoras, señores: como podrán ver, no somos unos grandes artistas; simplemente nos vemos en la necesidad de salir a trabajar de esta manera. Ahora, mis compañeros y yo vamos a pasar a su lugar y si alguien gusta cooperar, se lo agradeceremos; y si no, será por las buenas o por las malas –en ese momento sacó de su bolsillo una pistola y apuntó a los pasajeros más cercanos. Uno se fue directo al asiento del conductor–. Así es que saquen todo lo que traigan o se los carga la chingada… –el tercer payasito sacó una navaja como para rasurar a un oso y amagó a la que se carcajeó antes. En ese momento fui yo quien comencé a reírme por la cara que puso, pero no pasó ni un minuto cuando sentí un madrazo en la cabeza que me dolió bastante.
Los tipos descendieron en el puente de Tabachines, donde un taxi del DF los esperaba. Nunca llegó la patrulla a la que llamaron y el chofer del “Lasser” decidió seguir el viaje. Para terminar de completar el cuadro, al llegar a Temixco no encontré a ninguna Carlota. Llamé a su teléfono y le conté lo ocurrido.
–¿Y pretendes que te crea, culero? –me dijo, muy seria–. A otro culo con ese rollo, mentiroso. ¡Nunca vuelvas a llamarme! –colgó. Es la fecha en que inútilmente intento marcarle.
Antes me agradaban los payasos. Ahora, cuando veo a alguno, siento una especie de miedo, pero al mismo tiempo deseo partirle su madre.

2 comentarios:

  1. ¿Neta te pasó eso? Digo, lo de la cita con la vieja, ¿neta si la contactaste en el radio? Chales, hasta dónde has llegado. Jajajajaja.

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  2. Cómo vas a creer. Si uno es persona decente, compa. ¡Jamásmente!

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